Me iba, con los puños en mis bolsillos rotos… mi chaleco también se volvía ideal, andando, al cielo raso, ¡Musa, te era tan fiel! ¡cuántos grandes amores, ay ay ay, me he soñado!
Mi único pantalón era un enorme siete. ––Pulgarcito que sueña, desgranaba a mi paso rimas Y mi posada era la Osa Mayor. ––Mis estrellas temblaban con un dulce frufrú.
Y yo las escuchaba, al borde del camino cuando caen las tardes de septiembre, sintiendo el rocío en mi frente, como un vino de vida.
Y rimando, perdido, por las sombras fantásticas, tensaba los cordones, como si fueran liras, de mis zapatos rotos, junto a mi corazón.
Con diecisiete años, no puedes ser formal. -¡Una tarde, te asqueas de jarra y limonada, de los cafés ruidosos con lustros deslumbrantes! -Y te vas por los tilos verdes de la alameda.
En la horca negra bailan, amable manco, bailan los paladines, los descarnados danzarines del diablo; danzan que danzan sin fin los esqueletos de Saladín.
A la plaza dispuesta con céspedes medrosos, donde todo es correcto: los árboles, las flores, asmáticos burgueses, que ahogan los calores, traen todos los jueves, sus rencillas, celosos.
Como un ángel sentado en manos de un barbero, vivo, alzando la jarra de profundos gallones, combados hipogastrio y cuello, con mi pipa, bajo un henchido viento de leves veladuras.
Aparcados en bancos de roble, en los rincones de la iglesia que entibia su aliento, con los ojos clavados en el coro dorado, mientras brama la escolanía cánticos piadosos por sus fauces, aspirando la cera como un olor de hogaza,