Me iba, con los puños en mis bolsillos rotos… mi chaleco también se volvía ideal, andando, al cielo raso, ¡Musa, te era tan fiel! ¡cuántos grandes amores, ay ay ay, me he soñado!
Mi único pantalón era un enorme siete. ––Pulgarcito que sueña, desgranaba a mi paso rimas Y mi posada era la Osa Mayor. ––Mis estrellas temblaban con un dulce frufrú.
Y yo las escuchaba, al borde del camino cuando caen las tardes de septiembre, sintiendo el rocío en mi frente, como un vino de vida.
Y rimando, perdido, por las sombras fantásticas, tensaba los cordones, como si fueran liras, de mis zapatos rotos, junto a mi corazón.
Según iba bajando por ríos impasibles, me sentí abandonado por los hombres que sirgan: Pieles Rojas gritones les habían flechado, tras clavarlos desnudos a postes de colores.
¡Si volviera el tiempo, el tiempo que fue! Porque el hombre ha terminado, el hombre representó ya todos sus papeles. En el gran día, fatigado de romper los ídolos, resucitará, libre de todos sus dioses, y, como es del cielo, escrutará los cielos.
Y la Madre, cerrando el libro del deber se marcha, satisfecha y orgullosa; no ha visto en los ojos azules y en la frente abombada, el alma de su hijo esclava de sus ascos.
¡Mi triste corazón babea a popa, mi corazón que colma el caporal y me vierten en él chorros de sopa, mi triste corazón babea a popa: con las bromas sangrientas de la tropa que brama un carcajeo general, mi triste corazón babea a popa,
¡Cobardes, aquí está! ¡La estación os vomita! El sol ha enjugado con su ardiente pulmón los paseos que un día ocuparon los Bárbaros. Ésta es la Ciudad santa, sentada al occidente.