Aparcados en bancos de roble, en los rincones
de la iglesia que entibia su aliento, con los ojos
clavados en el coro dorado, mientras brama
la escolanía cánticos piadosos por sus fauces,
aspirando la cera como un olor de hogaza,
dichosos, humillados, cual perros que apalean,
los pobres del Buen Dios, el patrón y el señor,
ofrecen sus Oremus, irrisorios y obtusos.
¡Está bien ofrecerle bancos lisos a la hembra
después de los seis días en que Dios la maltrata!
pues acuna, revuelto en extrañas pellizas,
algo parejo a un niño que llora sin cesar.
Con las tetas mugrientas al aire, estas sopistas,
con la oración prendida en ojos que no rezan,
miran a las golfillas de triste pavoneo,
busconas bajo el ala del sombrero deforme.
Fuera, el frío y el hambre y el hombre con su juerga:
¡pues, vale! una hora más; después males a miles.
––Mientras, en torno a ellas, gime, ganguea, charla
un grupito de viejas con enormes papadas.
Y están los epilépticos y esos despavoridos
que todo el mundo huye en las encrucijadas;
y husmeando gozosos en los viejos misales
esos ciegos que un perro introduce en los patios.
Babeando una fe pordiosera y estúpida,
todos dicen su queja infinita a Jesús
que sueña en lo alto, lívido, por la luz amarilla,
lejos de flacos malos y de malos panzudos,
del olor de la carne y las telas mohosas:
farsa humilde y sombría de gestos asquerosos.
––Y la oración florece con frases escogidas,
y el misticismo adopta matices apremiantes,
cuando en la nave el sol muere, y pliegues de seda
sosos y verdes risas, las damas de los barrios
distinguidos, ––¡Jesús!–– las enfermas de hígado,
dan a besar sus dedos, en el agua bendita.