Plaza de la estación de Charleville
A la plaza dispuesta con céspedes medrosos,
donde todo es correcto: los árboles, las flores,
asmáticos burgueses, que ahogan los calores,
traen todos los jueves, sus rencillas, celosos.
La banda militar, en medio del jardín,
toca el Vals de los pífanos y el chacó balancea;
en las primeras filas, rebulle un zascandil,
y, presumiendo de dijes, el notario pasea.
Rentistas con monóculo, subrayan los gazapos;
los burócratas gordos, arrastran sus esposas,
detrás de ellas van, cursis y presurosas,
damas de compañía, presumiendo de trapos.
Sobre los verdes bancos, drogueros retirados
que remueven la arena con su bastón de bola,
formalmente discuten los últimos tratados
y pinzan su rapé, meneando la chola.
Con su mórbida ijada del banco desbordando,
un dichoso burgués, de flamenca tripilla,
saborea el tabaco de su pipa de arcilla;
una brizna se escapa: ¡ah es de contrabando.
Rondan por la pradera, con su guasa, los pillos;
al son de los trombones y al olor a rosales,
los cándidos caloyos se sienten más mochales
y embelecan las amas, mimando a los chiquillos.
Yo ando desgarbado, como un estudiante;
y bajo los castaños, las chicas pizpiretas,
saben lo que yo espero; me miran un instante:
sus ojos están llenos de cosas indiscretas.
No digo una palabra, y miro y adivino
bordado el blanco cuello por los locos mechones,
sigo, bajo la blusa, los primorosos dones,
la curva de la espalda y su dorso divino.
Descubrí, un momento, la botina, la media;
ellas me encuentran raro, sonríen, tal vez duden...
reconstruye su cuerpo la fiebre que me asedia
y siento que los besos, a mis labios acuden.