Y cuando en la interminable cola, perdidos ya todos tus derechos, todos empujan indignados: blancos primero, afros y chinos; latinos, indios y musulmanes; para que sus familias no sequen sus calcetines de zurcida rabia al viento rasante del metro que taja todas sus gargantas. Y según la fuerza de cada cultura vas entrando por una puerta diferente, puede que te admitan por la de inmigrante, la de turista o la de business class sin demoras. Y nadie quiere ser el último. Y nadie quiere esperas. Y cuando por fin te regalan el visado para no volver nunca más a tus raíces, a no ser que llegues en carro alquilado de diamantes que admiren los vecinos, te enseñan su forzoso idioma para cargar contra todos tus antepasados, que te dejaron anchas palabras pero pocos dólares, y todo se reduce a sacar las automáticas, escondidas desde siglos entre tu castigada piel y las cuatro tallas más de tus vaqueros vencidos. Y nadie entonces se conforma, porque no queremos que por heterodoxos nos deporten, pues dentro de poco nuestra cultura no valdrá nada, y porque de todos modos, te la arrancarán del vientre como droga en la aduana.
Y cuando en la interminable cola, perdidos ya todos tus derechos, todos empujan indignados: blancos primero, afros y chinos; latinos, indios y musulmanes; para que sus familias no sequen sus calcetines de zurcida rabia al viento rasante del metro
Desde esta pelliza de toro tan angosta a veces, gran bazar de la droga, según los diarios, portaviones de sol, vehemencia y gozo, preñada de inquilinos que bailan -y qué remedio- con el alegre subsidio de la palabra,
Nunca fue la belleza en un poema lo que busqué, era cosa de inermes mujeres. Primero creí en la metafísica y en la entelequia, desaprobé todo lo que no tuviera aristas, pero el poema críptico cada vez hacía más aguas, poesía a la deriva y siempre la forma,