Fábula de la fuente y el caballo, de Blanca Andreu | Poema

    Poema en español
    Fábula de la fuente y el caballo

    A Beatriz de Laiglesia y Werner Aspenström 
     
    Dicen que murió un caballo. 
    Contaron que pasó como una sombra, que galopaba 
    como noticia que va corriendo 
    todos los días hasta la fuente -agua y sonidos blancos, 
    jaurías blancas y galgo crepitar- 
    todos los días entre la nieve y en el deshielo, sobre la 
    hierba de mayo, año tras año 
    huía de los lobos 
    ese caballo que ahora está muerto 
    atravesaba los bosques encendidos por la luna 
    quien lo saludaba fríamente. 
    Era castaño -acaso era una yegua- 
    ese caballo del que hablo. Nunca lo podré conocer. 
    Me han dicho que pasó como una sombra 
    que su vida no fue sino una sombra y sin embargo el caballo 
         era luz. 
    Era un caballo ateniense. En sus ojos brillaba el fuego 
    de la verdad y la belleza, 
    pero nadie lo conoció. 
    Ese caballo que ahora viene vigilante hasta este poema 
    con los ojos agrandados por el insomnio de la muerte, 
    con la mirada de mi hermano y la sonrisa de fábula 
    a veces miraba a los hombres, 
    pero los hombres no sabían prestar atención a un caballo. 
    Ni el sabio ni el indiferente se preocuparon de indagar. 
    Y así el caballo pudo ir año tras año 
    hasta la fuente aquella y dicen 
    que se hicieron compañía 
    durante los durísimos tiempos. 
    No hablaban más que de sus cosas 
    en un lenguaje desconocido, más misterioso que el sueco 
    aquel caballo y aquella fuente. 
    La fuente era una comadre de las que todavía quedan, 
    vividora, aficionada 
    a los chismes. 
    El caballo era un caballero, no puede decirse otra cosa. 
    Dicen que galopaba como noticia que va corriendo 
    a propagar la prosperidad, como un mensaje 
    del rojo del verano. 
    Y nadie lo escuchó sino la fuente, nadie supo su signo 
    ni su símbolo, 
    nadie quiso saber sino la fuente de aquel caballo color hoja seca. 
    En el interior de un verso sueco descansa de su soledad 
    y ahora ha negado a este poema antes del amanecer 
    con grandes ojos semejantes a los de un antiguo profeta, 
    con ojos que no se preguntan si fue dios quien hizo la 
    muerte, 
    con grandes ojos elevados 
    a la categoría de potencias. 
    Sueño y sendero, sangre y oscuridad 
    que suenan como campanadas. 
    Hacia dónde vuelan. De su paso no queda 
    vestigio alguno. Y el caballo -desde la noche- mira y aprueba 
    no los ojos de la desapacible 
    sino la última luz de una brizna de hierba.