El pintor Pereza, de Carlos Pezoa Véliz | Poema

    Poema en español
    El pintor Pereza

    Este es un artista de paleta añeja 
    que usa una cachimba de color coñac 
    y habita una boharda de ventana vieja 
    donde un reloj viejo masculla: tic tac... 

    Tendido a la larga sobre un mueble inválido, 
    un bostezo larga, y otro, y otro: ¡tres! 
    ¡Diablo de muchacho, pobre diablo escuálido, 
    pero con modorras de viejo burgués! 

    Cerca de él, cigarros fingen los pinceles, 
    sobre la paleta de extraño color: 
    sus últimos toques fueron dos claveles 
    para un cuadro sobre cuestiones de amor. 

    Cerca un lápiz negro de familia Faber 
    enristra la punta como un alfiler; 
    hay tufo a sudores y olor a cadáver, 
    hay tufo a modorras y olor a mujer. 

    Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma 
    en una cachimba de color coñac, 
    y mira unos cuadros repletos de bruma 
    sobre un hecho que hubo cerca del Rimac. 

    El pintor no lee. La lectura agobia, 
    y anteojos de bruma pone en la nariz; 
    Juan odia los libros, ve horrible a su novia, 
    y todas las cosas con máscara gris. 

    Su mal es el mismo de los vagabundos: 
    fatiga, neurosis, anemia moral, 
    sensaciones raras, sueños errabundos 
    que vagan en busca de un vago ideal. 

    Ni piensa, ni pinta, ni el humor ingenia. 
    ¡Qué ha de pintar, si halla todo sin color! 
    Tiene hipocondría, tiene neurastenia, 
    y hace un gesto de asco si oye hablar de amor. 

    Mira un cuadro antiguo sin pensar en nada, 
    mira el techo, el humo, las flores, el mar, 
    una barca inglesa que ha tiempo está anclada 
    y unas acuarelas a medio empezar. 

    De un escritorillo sobre la cubierta 
    un ramo de rosas chorrea placer 
    y una obra moderna, rasgada y abierta, 
    muestra sus encantos como una mujer. 

    El pintor no lee. La lectura agobia: 
    Juan Valjean es bruto, necio Tartarín; 
    Juan odia los libros, ve horrible a su novia 
    y muere en silencio, de tedio, de esplín. 

    Sudores espesos empapan los oros 
    que el lacio cabello recoge del sol, 
    y se abren al beso del aire los poros 
    del rostro manchado con tintas de alcohol. 

    Y mientras el meollo puebla un chiste rancio, 
    que dicho con gracia fuera original, 
    una flor de moda muere de cansancio 
    sobre la solapa donde está el ojal. 

    Hay planchas que esperan el baño potásico; 
    un cuadro de otoño y una mancha gris, 
    una oleografía de un poeta clásico 
    con gestos de piedra y ojuelos de miss. 

    Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma 
    en una cachimba de color coñac, 
    y enfermo incurable de una larga bruma, 
    oye un reloj viejo que dice: tic tac... 

    Ni piensa ni pinta, ni el humor ingenia. 
    ¡Qué ha de pintar si halla todo color gris! 
    Tiene hipocondría, tiene neurastenia 
    y anteojos de brumas sobre la nariz. 

    Así pasa el tiempo. Solo, solo el cuarto... 
    Solo Juan Pereza, sin hablar. ¿De qué? 
    Flojo y aburrido como un gran lagarto, 
    muerta la esperanza, difunta la fe. 

    La madre está lejos. A morir empieza, 
    allá donde el padre sirve un puesto ad hoc; 
    no le escribe nunca porque la pereza 
    le esconde la pluma, la tinta o el block. 

    Hace ya diez años que en el tren nocturno 
    y en un vagón de última dejó la ciudad; 
    iba un desertado recluta de turno 
    y una moza flaca de marchita edad. 

    Un gringo de gorra pensaba, pensaba... 
    Luego un cigarrillo... Y otro. ¿Fuma usted? 
    Luego un frasco cuyo líquido apuraba 
    para tanta pena, para tanta sed. 

    ¡Tanta pena, tanta! Su llanto salobre 
    secaba una vieja de andrajoso ajuar; 
    iba un mercachifle y un ratero pobre 
    y una lamparilla que hacía llorar. 

    La vida... Sus penas. ¡Chocheces de antaño! 
    Se sufre, se sufre. ¿Por qué? ¡Porque sí! 
    Se sufre, se sufre... Y así pasa un año... 
    y otro año... ¡Qué diablo! la vida es así...