Cada noche supone la liberación. Se contemplan los reflejos del asfalto sobre las avenidas, que se entregan, lucientes, al viento. Cada esporádico transeúnte tiene un rostro, una historia. Mas ya no hay cansancio a esta hora: quien se detenga a encender una cerilla tendrá a su alcance millares de faroles.
La llamita se extingue ante el rostro de la mujer que me ha pedido fuego. La apaga el viento y la mujer, frustrada, me pide otra cerilla que, a su vez, se extingue: ahora la mujer se ríe quedamente. Aquí podemos hablar en voz alta y gritar, ya que nadie nos oye. Alzamos la mirada hacia las numerosas ventanas –mortecinos ojos durmientes– y aguardamos. La mujer se encoge de hombros y se queja por la pérdida de su chal coloreado que, de noche, le servía de estufa. Pero basta con arrimarse a una esquina y el viento ya no es más que un soplido. Sobre la calzada, consumida, hay una colilla. Aquel chal procedía de Río, pero la mujer dice que le alegra su pérdida, puesto que me ha encontrado. Si el chal procedía de Río, hizo un viaje nocturno sobre un océano bañado por la luz del gran trasatlántico. A buen seguro, en noches ventosas. Era regalo de un marinero. Se esfumó el marinero. La mujer me susurra que, si subo con ella, me enseña su retrato ensortijado y tostado por el sol. Viajaba en navíos cochambrosos desoxidando las máquinas: yo le gano en belleza. Sobre el asfalto hay ya dos colillas. Miramos hacia el cielo: la ventana de allá arriba –me indica la mujer– es la nuestra. Pero allí arriba no hay estufa. De noche, los navíos perdidos tienen luces escasas o nada más que estrellas. Cruzamos la calzada cogidos del brazo, jugando a calentarnos.
Caminamos una tarde por la falda de un cerro, silenciosos. En la sombra del tardo crepúsculo mi primo es un gigante vestido de blanco, que se mueve pacato, con su rostro bronceado, taciturno. Callar es nuestra virtud.
Ceno cualquier cosa junto a la clara ventana. El cuarto tiene ya la oscuridad del cielo. Al salir, las calles tranquilas conducen, en pocos pasos, al campo abierto. Como y miro el cielo —quién sabe cuántas mujeres