Llueve sin ruido sobre el prado del mar.
Nadie pasa por las sucias calles.
Una mujer sola bajó del tren:
pudieron verse bajo el abrigo las blancas enaguas
y las piernas que se eclipsaron en una puerta oscura.
Se diría que es un pueblo sumergido. El anochecer
gotea, frío, sobre los umbrales y las casas
propagan humo azulado por las sombras. Rojizas,
se encienden las ventanas. Una luz se enciende
tras los postigos entornados de la casa a oscuras.
Al día siguiente hace frío y luce el sol sobre el mar.
Una mujer en enaguas se enjuaga la boca
en la fuente y la espuma es rosada. Sus cabellos
son de un agreste rubio, parejos a las cortezas de naranja
diseminadas por el suelo. Inclinada por la fuente, mira de soslayo
a un pilluelo moreno que la observa, encantado.
En la plaza, mujeres oscuras abren los postigos de par en par
─en la sombra, sus maridos dormitan todavía.
Cuando anochece de nuevo, se reanuda la lluvia
crepitante sobre muchos braseros. Las esposas,
aventando los carbones, echan un vistazo a la casa
a oscuras y a la fuente desierta. La casa
tiene los postigos cerrados, pero dentro hay un lecho,
y en el lecho una rubia que se gana la vida.
Cuanto hay en el pueblo reposa por la noche,
todos, salvo la rubia que se lava por la mañana.