La voz, de Cesare Pavese | Poema

    Poema en español
    La voz

    Cada día el silencio del cuarto solitario 
    se cierra sobre el leve derroche de cada gesto 
    como el aire. Cada día la breve ventana 
    se abre inmóvil al aire que calla. La voz 
    ronca y dulce no vuelve en el fresco silencio. 

    Se abre como el respiro de quien esté por hablar 
    el aire inmóvil, y calla. Cada día es el mismo. 
    Y la voz es la misma, no rompe el silencio, 
    ronca e igual por siempre en la inmovilidad 
    del recuerdo. La clara ventana acompaña 
    con su latido breve la calma de entonces. 

    Cada gesto percute la calma de entonces. 
    Si sonase la voz, volvería el dolor. 
    Volverían los gestos en el aire asombrado 
    y palabras palabras a la voz sumisa. 
    Si sonase la voz aun el latido breve 
    del silencio que dura, se haría dolor. 

    Volverían los gestos del vano dolor, 
    percutiendo las cosas en el zumbido del tiempo. 
    Pero la voz no vuelve, y el susurro remoto 
    no encrespa el recuerdo. La inmóvil luz 
    da su latido fresco. Para siempre el silencio 
    calla ronco y sumiso en el recuerdo de entonces. 

    Cesare Pavese (1908-1950) nació en Santo Stefano Belbo, un pequeño pueblo del Piamonte. Además de traductor y editor, fue uno de los escritores más destacados de la historia de la literatura italiana. Su carácter introspectivo y solitario marcó toda su obra, muy ligada a los lugares donde creció y caracterizada por un delicado matiz intimista. A causa de su declarado antifascismo fue confinado durante tres años por el régimen de Mussolini en una pequeña población de Calabria, experiencia que lo marcó profundamente bajo el punto de vista humano y literario. Suyas son algunas de las obras más valiosas del siglo XX italiano. Entre ellas: El diablo en las colinas (1948), La luna y las fogatas (1950) o su magnífico diario publicado póstumamente, El oficio de vivir (1952). Se suicidó en Turín con 42 años. 

    • Cada día el silencio del cuarto solitario 
      se cierra sobre el leve derroche de cada gesto 
      como el aire. Cada día la breve ventana 
      se abre inmóvil al aire que calla. La voz 
      ronca y dulce no vuelve en el fresco silencio. 

    • Es un placer lanzarse al agua que fluye límpida 
      y fresca de sol: a esta hora no hay nadie. 
      Al rozarlas, las cortezas de los chopos te hacen estremecer 
      mucho más que el agua crepitante de un chapuzón. Bajo el 
      agua todavía está oscuro 

    • Cada noche supone la liberación. Se contemplan los reflejos 
      del asfalto sobre las avenidas, que se entregan, lucientes, al viento. 
      Cada esporádico transeúnte tiene un rostro, una historia. 
      Mas ya no hay cansancio a esta hora: quien se detenga 

    • Me he encontrado a mí mismo. 
      Reflejado en el espejo 
      infinito, cintilante, 
      estoy, encorvado, envuelto en humo 
      y ni siquiera sé ya 
      si es en verdad una ilusión 
      o soy yo en cambio 
      su imagen vacía. 

    • El hombre solo se levanta cuando el mar está todavía oscuro 
      y las estrellan vacilan. Una tibieza de aliento 
      sube desde la orilla, donde está el lecho del mar, 
      y suaviza la respiración. Esta es la hora en que nada 
      puede suceder. Hasta la pipa, entre los dientes, 

    • ¿Aún ríe tu cuerpo con la intensa caricia 
      de la mano o del aire y en ocasiones reencuentra 
      en el aire otros cuerpos? Muchos de ellos retornan 
      con un temblor de la sangre, con una nada. También el cuerpo 
      que se tendió a tu flanco te busca en esta nada.