Hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: ésta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que nos rompe las espaldas, y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca, Pero embriáguense.
Y si a veces, sobre las gradas de un palacio, sobre la verde hierba de una zanja, en la soledad huraña de su cuarto, la ebriedad ya atenuada o desaparecida ustedes se despiertan pregunten al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, pregúntenle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj, contestarán: ¡Es hora de embriagarse!
Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, ¡embriáguense, embriáguense sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca.
Charles Baudelaire (París, 9 de abril de 1821 - 31 de agosto de 1867) fue poeta, traductor y crítico. Considerado el precursor del movimiento simbolista y de la poesía moderna, su vida estuvo marcada por una infancia difícil y por los excesos, lo que lo convirtió en un "poeta maldito". En 1857, tras la publicación de Las flores del mal, fue acusado por atentar contra la moral pública, por lo que seis de sus poemas no vieron la luz hasta 1949. Baudelaire es un genio de la literatura francesa, único en el dominio del ritmo y la forma, enfrentado y atraído durante toda su vida por lo divino y lo diabólico, por lo que sus poemas describen al ser humano más glorioso y más mísero a la vez. Algunas de sus obras son: Los salones (1845-1846), Los paraísos artificiales (1860), su única novela, La Fanfarlo (1847), sus diarios íntimos, Cohetes, y sus numerosas traducciones de la obra de Edgar Allan Poe.
En los pliegues sinuosos de las viejas capitales, donde todo, hasta el horror, vuelve a los sortilegios, espío, obediente a mis humores fatales, los seres singulares, decrépitos y encantadores.
En verdad, tú no eres, mi bienamada, lo que Veuillot denomina una chiquilla. El juego, el amor, la buena comida, hierven en ti, ¡viejo caldero! Ya no eres más fresca, amada mía,
Déjame respirar mucho tiempo, mucho tiempo, el olor de tus cabellos; sumergir en ellos el rostro, como hombre sediento en agua de manantial, y agitarlos con mi mano, como pañuelo odorífero, para sacudir recuerdos al aire.
No a todos les es dado tomar un baño de multitud; gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo puede darse a expensas del género humano un atracón de vitalidad aquel a quien un hada insufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, el odio del domicilio y la pasión del viaje.
Esta noche la luna sueña con más pereza, cual si fuera una bella hundida entre cojines que acaricia con mano discreta y ligerísima, antes de adormecerse, el contorno del seno.
Ven a mi pecho, alma sorda y cruel, tigre adorado, monstruo de aire indolente; quiero enterrar mis temblorosos dedos en la espesura de tu abundosa crin;
Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas.