I
En los pliegues sinuosos de las viejas capitales,
donde todo, hasta el horror, vuelve a los sortilegios,
espío, obediente a mis humores fatales,
los seres singulares, decrépitos y encantadores.
Estos monstruos dislocados fueron antaño mujeres
¡Eponina o Lais! Monstruos rotos, jorobados
o torcidos, ¡amémoslos! son todavía almas
bajo faldas agujereadas y bajo fríos trapos.
Trepan, flagelados por el cierzo inicuo,
estremeciéndose al rodar estrepitoso de los ómnibus,
y apretando contra su flanco, cual si fueran reliquias,
un saquito bordado de flores o de arabescos;
trotan, muy parecidos a marionetas;
se arrastran, como hacen las bestias heridas,
o bailan, sin querer bailar, pobres campanillas
de las que cuelga un Demonio sin piedad. Destrozados
como están, tienen ojos taladrantes cual una barrena,
brillantes como esos agujeros en los que el agua duerme en la noche;
tienen los ojos divinos de la tierna niña
que se maravilla y ríe a todo cuanto reluce.
—¿Habéis observado que muchos féretros de viejas
son casi tan pequeños como el de un niño?
La Muerte sabia deposita en esas cajas iguales
un símbolo de un sabor caprichoso y cautivante,
y cuando entreveo un fantasma débil
atravesando de París el hormigueante cuadro,
me parece siempre que este ser frágil
se marcha muy dulcemente hacia una nueva cuna;
a menos que, meditando sobre la geometría,
yo no busque, en el aspecto de esos miembros discordes,
cuántas veces es preciso que el obrero varíe
la forma de la caja donde se meten todos esos cuerpos.
—Esos ojos son pozos abiertos por un millón de lágrimas,
crisoles que un metal enfriado recubre con pajuelas...
¡esos ojos misteriosos tienen invencibles encantos
para aquel que el austero Infortunio amamanta!
II
De Frascati difunta Vestal enamorada;
sacerdotisa de Talía, ¡ah!, de la que el apuntador
enterrado sabe el nombre; célebre evaporada
que Tívole antaño sombreaba en su flor,
¡todas me embriagan! Pero, entre esos seres débiles
los hay que, haciendo del dolor una miel,
han dicho al Sacrificio que les prestaba sus alas:
hipógrifo poderoso, ¡llévame hasta el cielo!
La una, por su patria en la desdicha ejercitada,
la otra, que el esposo sobrecargó de dolores,
la otra, por su hijo Madona traspasada,
¡todas habrían podido formar un río con sus lágrimas!
III
¡Ah! ¡Cómo he seguido a esas viejecitas!
Una, entre otras, a la hora en que el sol poniente
ensangrienta el cielo con heridas bermejas,
pensativa, se sentaba apartada sobre un banco,
para escuchar uno de esos conciertos, ricos en cobre
con los que los soldados, a veces, inundan nuestros jardines,
y que, en esas tardes de oro en las que nos sentimos revivir,
vierten cierto heroísmo en el corazón de los ciudadanos.
Aquélla, erecta aún, altiva y oliendo a la regla,
aspirando ávidamente ese canto vivido y guerrero;
su mirada, a veces, se abría como el ojo de una vieja águila;
¡su frente de mármol parecía hecha para el laurel!
IV
Tal como camináis, estoicas y sin quejas,
a través del caos de vivientes ciudades,
madres de sangrante corazón, cortesanas o santas,
de las que, antaño, los nombres por todos eran citados.
Vosotras que fuisteis la gracia o que fuisteis la gloria,
¡nadie os reconoce! Un beodo incivil
os enrostra al pasar un amor irrisorio;
sobre vuestros talones brinca un niño flojo y vil.
Avergonzadas de existir, sombras encogidas,
medrosas, agobiadas, costeáis los muros;
y nadie os saluda, ¡extraños destinos!
¡Despojos de humanidad para la eternidad maduros!
Pero yo, yo que de lejos tiernamente os espío,
la mirada inquieta, fija sobre vuestros pasos vacilantes,
como si yo fuera vuestro padre, ¡oh, maravilla!
Saboreo sin que lo sepáis placeres clandestinos:
veo expandirse vuestras pasiones novicias;
sombríos o luminosos, veo vuestros días perdidos;
¡mi corazón multiplicado disfruta de todos vuestros vicios!
¡Mi alma resplandece de todas vuestras virtudes!
¡Ruinas! ¡Mi familia! ¡Oh, cerebros congéneres!
¡Yo cada noche os hago una solemne despedida!
¿Dónde estaréis mañana, Evas octogenarias,
sobre las que pesa la garra horrorosa de Dios?