Hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: ésta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que nos rompe las espaldas, y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca, Pero embriáguense.
Y si a veces, sobre las gradas de un palacio, sobre la verde hierba de una zanja, en la soledad huraña de su cuarto, la ebriedad ya atenuada o desaparecida ustedes se despiertan pregunten al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, pregúntenle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj, contestarán: ¡Es hora de embriagarse!
Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, ¡embriáguense, embriáguense sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca.
Recuerdas el objeto que vimos, mi alma, aquella hermosa mañana de estío tan apacible; a la vuelta de un sendero, una carroña infame sobre un lecho sembrado de guijarros,
Hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: ésta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que nos rompe las espaldas, y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud,
¡Hombre libre, siempre adorarás el mar! El mar es tu espejo; contemplas tu alma en el desarrollo infinito de su oleaje, y tu espíritu no es un abismo menos amargo.
Cuando Don Juan descendió hacia la onda subterránea y hubo dado su óbolo a Caronte, un sombrío mendigo, la mirada fiera como Antístenes, con brazo vengativo y fuerte empuñó cada remo.
Por encima de estanques, por encima de valles, de montañas y bosques, de mares y de nubes, más allá de los soles, más allá de los éteres, más allá del confín de estrelladas esferas,