En cenicientas tierras, sin verdor, calcinadas,
como yo me quejase a la Naturaleza,
y el puñal de mi mente, caminando al azar,
fuese afilando lento sobre mi corazón,
una gran nube oscura, de un temporal surgida,
que albergaba una tropa de viciosos demonios,
semejantes a enanos furiosos y crueles.
se volvieron entonces fríamente a mirarme,
y, como viandantes que se asombran de un loco,
los escuché entre sí reír y cuchichear
intercambiando señas y guiños expresivos:
-«Contemplemos a gusto a esta caricatura,
a esta sombra de Hamlet que su postura imita,
los cabellos al viento, la indecisa mirada.
¿No es en verdad penoso ver a tal vividor,
a este pillo, a este vago, a este histrión perezoso,
que, porque representa con arte su papel,
pretende interesar, cantando sus pesares,
al águila y al grillo, al arroyo y las flores,
e inclusive a nosotros, autores de esas rúbricas,
a voces nos recita sus públicas tiradas?»
Hubiera yo podido (alto como los montes
es mi orgullo y domina a diablos y nublados)
apartar simplemente mi soberana testa,
si no hubiera atisbado entre la sucia tropa,
¡y este crimen no hizo tambalearse al sol!
A la reina de mi alma de mirada sin par,
que con ellos reía de mi sombría aflicción,
haciéndoles, de paso, una obscena caricia.