Cuando Don Juan descendió hacia la onda subterránea
y hubo dado su óbolo a Caronte,
un sombrío mendigo, la mirada fiera como Antístenes,
con brazo vengativo y fuerte empuñó cada remo.
Mostrando sus senos fláccidos y sus ropas abiertas,
las mujeres se retorcían bajo el negro firmamento,
y, como un gran rebaño de víctimas ofrendadas,
en pos de él arrastraban un prolongado mugido.
Sganarelle riendo le reclama su paga,
mientras que Don Luis, con un dedo tembloroso
mostraba a todos los muertos, errante en las riberas,
el hijo audaz que se burló de su frente nevada.
Estremeciéndose bajo sus lutos, la casta y magra Elvira,
cerca del esposo pérfido y que fue su amante,
parecía reclamarle una suprema sonrisa
en la que brillara la dulzura de su primer juramento.
Erguido en su armadura, un gigante de piedra
permanecía en la barra y cortaba la onda negra;
pero el sereno héroe, apoyado en su espadón,
contemplaba la estela y sin dignarse ver nada.