Siendo medianamente joven me sentaba en los bares
poniéndome hasta las orejas
pensando en algo que pudiera
sucederme, quiero decir, intentaba con las damas:
“oye, muñeca, escucha, los vendedores ambulantes
lloran por tu belleza... ”
o algo así.
ellas nunca volteaban, miraban hacia el
frente, justo hacia el frente,
aburridas.
“oye, muñeca, escucha, soy un
genio, ja, ja... ”
calladas frente al espejo del bar, estas
mágicas criaturas, estas sirenas secretas,
de grandes piernas, estallando desde sus
vestidos, usando brillantes tacones como
dagas, pendientes, bocas de fresa,
sentadas ahí, sentadas ahí,
sentadas ahí.
una de ellas me dijo: “me
aburres.”
“no, muñeca, estás
atrasada... ”
“oh, cállate... ”
entonces entraba el galán, algún tipo
pulcro con traje, bigote de lápiz, corbata de moño;
delgado, ligero, musical, delicado
y tan sabihondo
y todas las damas comenzaban a llamarlo
por su nombre: “oh, Murray, Murray”
o algo así.
“qué tal, muchachas!”
siempre supe que podía derribar a uno de esos
jodidos pero eso difícilmente hubiese tenido relevancia
entre la suma total de cosas,
las damas simplemente se reunían alrededor de Murray
(o algo así) y continuaban ordenando
bebidas,
compartiendo la música de la sinfonola
y escuchando la risa de sus
bromas privadas
que yo difícilmente
podía
oír.
yo me preguntaba cuántas cosas maravillosas
me estaba perdiendo, el secreto de la
magia, algo que ellos conocían,
y me sentí otra vez como el idiota en el
patio de la escuela, a veces un hombre nunca sale
de ahí -queda marcado, uno se da cuenta con un
simple vistazo
y así
me excluían,
“soy el rostro perdido de
Jano,” (*) pude haber dicho en algún
momento de silencio.
para ser,
por supuesto
ignorado.
ellos enfilaban
hacia sus carros en el estacionamiento trasero
fumando
riendo
para alejarse
hacia una consumada
victoria eterna
dejándome
para seguir bebiendo
yo solo
sentado ahí
con el rostro del
cantinero cerca del
mío:
“ÚLTIMA RONDA!”
su carnoso rostro indiferente
de pacotilla bajo la luz
barata
después de mi último trago
salía hacia mi carro de diez años de edad
junto a la banqueta
subía
y manejaba siempre cuidadosamente
hacia mi cuarto
de alquiler
recordando el patio de la escuela
de nuevo,
durante el recreo,
me escogían al último
para el juego de beisbol,
el mismo sol brillando sobre mí
igual que sobre ellos,
luego oscurecía,
la mayoría de la gente del mundo
reunida;
mi cigarrillo colgante,
y yo escuchaba el sonido
del motor.