La encina, que conserva más un rayo de sol que todo un mes de primavera, no siente lo espontáneo de su sombra, la sencillez del crecimiento; apenas si conoce el terreno en que ha brotado.
Con ese viento que en sus ramas deja lo que no tiene música, imagina para sus sueños una gran meseta.
Y con qué rapidez se identifica con el paisaje, con el alma entera de su frondosidad y de mí mismo. Llegaría hasta el cielo si no fuera porque aún su sazón es la del árbol.
Días habrá en que llegue. Escucha mientras el ruido de los vuelos de las aves, el tenue del pardillo, el de ala plena de la avutarda, vigilante y claro.
Así estoy yo. Qué encina, de madera más oscura quizá que la del roble, levanta mi alegría, tan intensa unos momentos antes del crepúsculo y tan doblada ahora. Como avena que se siembra a voleo y que no importa que caiga aquí o allí si cae en tierra, va el contenido ardor del pensamiento filtrándose en las cosas, entreabriéndolas, para dejar su resplandor y luego darle una nueva claridad en ellas.
Y es cierto, pues la encina ¿qué sabría de la muerte sin mí? ¿Y acaso es cierta su intimidad, su instinto, lo espontáneo de su sombra más fiel que nadie? ¿Es cierta mi vida así, en sus persistentes hojas a medio descifrar la primavera?
('La hilandera de espaldas', del cuadro de Velázquez)
Tanta serenidad es ya dolor. Junto a la luz del aire la camisa ya es música, y está recién lavada, aclarada, bien ceñida al escorzo risueño y torneado de la espalda,
Dejad que el viento me traspase el cuerpo y lo ilumine. Viento sur, salino, muy soleado y muy recién lavado de intimidad y redención, y de impaciencia. Entra, entra en mi lumbre, ábreme ese camino nunca sabido: el de la claridad.
¿Y para qué tanta resurrección? Caminos que mueran en nosotros. Nunca hollados caminos. Pronto verás al hombre sangrando en cualquier sitio, en la tarde aventada de dolor y de trigos. Frente al pasado, frente a lo ya conocido.