Muerta que mueve a amor, presente vida
con la sangre arrastrada por pinceles
y de nuevo en mis ojos concebida.
Muerta en muerte nublada por laureles,
con los últimos llantos enterrados,
en el descanso de tu carne, fieles.
Muerta de los minutos reposados,
lejana de tus siglos de ceniza
y de tus breves años animados.
Caliente juventud que se eterniza
en el único vuelo de mirada
que a una luz sin edades paraliza.
Vida por blandas rosas encauzada,
venas al tiempo del mejor latido
vertidas en la boca enamorada.
Seno en la nieve del suspiro erguido,
frente en el frágil pensamiento fría
bajo oro en seda sin rubor ceñido.
Peso de nube, grave de armonía,
en cándido vestido sin materia
que de ascua cede al hielo su porfía.
Oh, muerte dulce, tu presencia sería
posada, sin atmósfera en el lecho
hiela del tiempo la fluida arteria.
La voz que guarda tu lejano pecho
habla en la risa de tu nueva esencia
adolescente, del ayer deshecho.
Tus ojos me revelan la evidencia
de aquellos ojos que brotaron flores
en polvo de tu muerte sin ausencia.
Tu talle, apenas arco de temores,
libra sus flechas hacia el bosque yerto,
en el que fueron ramas tus temblores.
Sólo mi amor para la angustia abierto
sufre de no llegar a las entrañas
del dolor a mis venas descubierto.
Oh, forma que a amor mueves y que engañas
-viva sin existir, muerta sin piedra-
al fuego frío que sin llanto bañas.
Dime cuál árbol de tus huesos medra,
señálame el verdor que te levanta
y al tronco limpio juntaré mi hiedra.
Pero en la fiel mudez de tu garganta
vuelvo a verte tan cierta y renacida
velada por un aire que no canta,
que se torna la muerte la fingida.
Y tú, la trenzadora del anhelo
que asciende casi eterno por mi vida,
confuso si de tierra o si de cielo.