No entres dócilmente en esa noche quieta. La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día; Rabia, rabia, contra la agonía de la luz.
Aunque los sabios al morir entiendan que la tiniebla es justa, porque sus palabras no ensartaron relámpagos no entran dócilmente en esa noche quieta.
Los buenos, que tras la última inquietud lloran por ese brillo con que sus actos frágiles pudieron danzar en una bahía verde rabian, rabian contra la agonía de la luz.
Los locos que atraparon y cantaron al sol en su carrera y aprenden, ya muy tarde, que llenaron de pena su camino no entran dócilmente en esa noche quieta.
Los solemnes, cercanos a la muerte, que ven con mirada deslumbrante cuánto los ojos ciegos pudieron alegrarse y arder como meteoros rabian, rabian contra la agonía de la luz.
Y tú mi padre, allí, en tu triste apogeo maldice, bendice, que yo ahora imploro con la vehemencia de tus lágrimas. No entres dócilmente en esa noche quieta. Rabia, rabia contra la agonía de la luz.
La fuerza que por el verde tallo impulsa a la flor impulsa mis verdes años; la que marchita la raíz del árbol es la que me destruye. Y yo estoy mudo para decirle a la encorvada rosa que la misma fiebre invernal dobla mi juventud.
La losa decía a fecha de su muerte. Me detuve a la vista de sus dos apellidos. Una virgen casada reposaba. Se casó en este sitio invadido de lluvias que descubrí un buen día por azar, antes que en el regazo de mi madre oyera
Cuando de pronto los cerrojos del crepúsculo ya no encerraron el largo gusano de mi dedo ni maldijeron al mar enroscado en mi puño, la boca del tiempo sorbió como una esponja el ácido lechoso en cada gozne y se tragó los líquidos del pecho hasta secarlo.
Antes que llamara y la carne me abriese, que mis líquidas manos golpearan en el vientre, yo, que era entonces informe como el agua que formaba el Jordán junto a mi casa era hermano de la hija de Mnetha y hermana del gusano que gestaba la vida.