En el Cielo mora un espíritu, cuyas cuerdas del corazón son un laúd; ninguno canta mejor, ni con tal frenesí como el ángel Israfel, y las estrellas vertiginosas, así lo afirma la leyenda, deteniendo sus himnos, escuchan el encantamiento de su voz, todas en silencio. Dudando en lo alto de su meridiano, la luna apasionada se sonroja de amor, mientras, para oírle, el mismo rayo (y con él las veloces Pléyades) se detienen en el cielo. Y dicen que el fervor de Israfel se debe al sortilegio de su lira, al trémulo alambre vivo de sus cuerdas; donde los pensamientos profundos son un deber, donde el Amor es un Dios ya anciano, donde los ojos de las huríes brillan con la adorada belleza de los astros. Tienes razón, Israfel, en despreciar todo canto que no sea apasionado. ¡A ti los laureles, bardo el mejor y el más sabio! ¡Larga y gozosa vida para ti! Los altos éxtasis caen con las ardientes notas, con tu dolor, tu alegría, tu odio, tu amor, el fervor de tu laúd. ¿Qué hay de extraño en que las estrellas eternas permanezcan mudas? Sí, tuyo es el Cielo, pero este es un mundo de dulce amargura, nuestras flores son sólo flores, y la sombra de tu inmensa beatitud es la luz de nuestro sol. Si yo pudiese habitar en el reino de Israfel, y él en donde yo habito, no podría el ángel cantar una melodía terrenal, mientras yo, en cambio, podría lanzar al firmamento un nota más plena que esta triste canción que brota de mi lira.
De todos cuantos anhelan tu presencia como una mañana, de todos cuantos padecen tu ausencia como una noche, como el destierro inapelable del sol sagrado allende el firmamento; de todos los dolientes que a cada instante
¡Ved!; es noche de gala en estos últimos años solitarios. Una multitud de ángeles alados, adornados con velos y anegados en lágrimas, se halla reunida en un teatro para contemplar un drama de esperanzas y de temores mientras