Recuerdo que una vez te di un poema con los ojitos prietos y asordado, que aún no llegaba a ser, que era un poema en estado embrionario.
Se haría de mayor un buen soneto. Qué habría sido de él si a cada paso torpe y atropellado, si al boceto de cada simple hallazgo
no lo esperara un molde de sorpresa, de asombro rescatado, tu crisol tallando calabazas en calesa como quien ve algo nuevo bajo el Sol.
Y al fin creció y se alzó de entre el tumulto; se irguió luciendo altivo el capirote de las maneras propias del adulto: a ser sin ser y a hacer sin que se note.
Pero cuando la luz de la mesilla -tu lámpara genial, tu falsa luna- se apaga a largo trecho de la orilla y vuelve El Coco raudo hacia la cuna,
le apremian veinte toques en el hombro: ¿por qué no das la luz de un nuevo asombro?