La música, sí, la música... Piano banal del piso de enfrente. La música en todo caso, la música... Aquello que viene a buscar el llanto inmanente de toda criatura humana. Aquello que viene a torturar la calma con el deseo de una calma mejor... La música... Un piano allí arriba con alguien que lo toca mal. Pero es música... ¡Ah, cuántas infancias tuve! ¿Cuántas buenas tristezas? La música... ¡Cuántas más buenas tristezas! Siempre la música... El pobre piano tocado por quien no sabe tocarlo. Pero, a pesar de todo, es música. Ah, ahí consiguió una nota continua —una melodía racional—. ¡Racional, Dios mío! ¡Como si alguna cosa fuera racional! ¿Qué nuevos paisajes en un piano mal tocado? ¡La música!... ¡La música...!
Desde la ventana más alta de mi casa, con un pañuelo blanco digo adiós a mis versos, que viajan hacia la humanidad. Y no estoy alegre ni triste. Ése es el destino de los versos.
Y así soy, fútil y sensible, capaz de impulsos violentos y absorbentes, malos y buenos, nobles y viles, pero nunca de un sentimiento que subsista, nunca de una emoción que prolongue y entre hasta la sustancia del alma.