Y así soy, fútil y sensible, capaz de impulsos violentos y absorbentes, malos y buenos, nobles y viles, pero nunca de un sentimiento que subsista, nunca de una emoción que prolongue y entre hasta la sustancia del alma. Todo en mí es tendencia para ser a continuación otra cosa; una impaciencia del alma consigo misma, como un niño inoportuno; un desasosiego siempre creciente y siempre igual. Todo me interesa y nada me cautiva. Atiendo a todo siempre soñando; fijo los mínimos gestos faciales de aquel con quien hablo, recojo las entonaciones milimétricas de cada palabra proferida; pero al oírlo, no lo escucho, estoy pensando en otra cosa, y lo que menos retengo de la conversación es la noción de lo que en ella se dijo, por mi parte o por parte de aquel con quien hablé. Así, muchas veces, repito a alguien lo que ya le había repetido, le pregunto de nuevo por aquello a lo que ya me había respondido; pero puedo describir, en cuatro palabras fotográficas, el semblante muscular con el que él me dijo lo que no recuerdo, o la inclinación de oír con los ojos con que recibió la narración que ya no recordaba haberle contado. Soy dos, y ambos mantienen la distancia —hermanos siameses que no están unidos.