Ven Noche antiquísima e idéntica,
noche Reina nacida destronada,
noche igual por dentro al silencio, Noche
con estrellas, lentejuelas rápidas
en tu vestido con franjas de infinito.
Ven, vagamente,
ven, levemente,
ven, sola, solemne, con las manos caídas
a tu lado, ven
y trae los montes lejanos al pie de los árboles cercanos,
funde en un campo tuyo todos los campos que veo,
haz de la montaña un solo bloque de tu cuerpo,
bórrale todas las diferencias que de lejos veo,
todos los caminos que la ascienden,
todos los diversos árboles que la hacen verde oscuro a lo lejos.
Todas las casas blancas humeando entre los árboles,
y deja sólo una luz y otra luz y otra más,
en la distancia imprecisa y vagamente perturbadora,
en la distancia súbitamente imposible de recorrer.
Nuestra señora
de las cosas imposibles que buscamos en vano,
de los sueños que acuden a nosotros en el crepúsculo, en la ventana,
de los propósitos que nos acarician
en las grandes terrazas de los hoteles cosmopolitas
al sonido europeo de las músicas y de las voces lejanas y cercanas,
y que nos duele al saber que nunca los realizaremos...
Ven, y arrúllanos,
ven y acarícianos,
Bésanos silenciosamente en la frente,
tan levemente en la frente que no sepamos que nos besan
sino por una diferencia en el alma
y un vago sollozo que sale melodiosamente
de lo más antiquísimo de nosotros
donde arraigan todos esos árboles de maravilla
cuyos frutos son los sueños que acariciamos y amamos
porque los sabemos sin relación con lo hay en la vida.
Ven solemnísima,
solemnísima y llena
de una oculta voluntad de sollozar,
tal vez porque el alma es grande y la vida pequeña,
y todos los gestos no salen de nuestro cuerpo
y sólo alcanzamos donde nuestro brazo llega,
y sólo vemos hasta donde llega nuestra mirada.
Ven, dolorosa, Mater-Dolorosa de las Angustias de los Tímidos,
Turris-Eburnea de las Tristezas de los Despreciados,
fresca mano en la frente febril de los humildes,
sabor de agua sobre los labios secos de los Cansados.
Ven, allá del fondo
del horizonte lívido,
ven y arráncame
de la soledad de angustia y de inutilidad
en que retoño. Recógeme de mi suelo, margarita olvidada,
Hoja a hoja lee en mí no sé qué sino
y deshójame a tu agrado,
a tu agrado silencioso y fresco.
Lanza una hoja mía lanza al Norte,
donde están las ciudades de Hoy que tanto amé;
lanza otra hoja mía lanza al Sur,
donde están los mares que abrieron los Navegantes;
otra hoja mía impulsa al Occidente,
donde arde al rojo todo lo que tal vez sea el Futuro,
que sin conocer adoro;
y la otra y las otras, lo que queda de mí
tira al Oriente,
al Oriente de donde viene todo, el día y la fe,
al Oriente pomposo y fanático y cálido,
al Oriente excesivo que nunca veré,
Al Oriente budista, brahamánico, sintoísta,
al Oriente que es todo lo que no tenemos,
que es todo lo que no somos,
al Oriente donde -¿quién sabe?- Cristo tal vez aún hoy viva,
donde Dios tal vez exista realmente mandando todo...
Ven sobre los mares,
sobre los mares mayores,
sobre los mares sin horizontes precisos,
ven a pasar la mano por el dorso de fiera,
y cálmalo misteriosamente,
¡Oh, domadora hipnótica de las cosas que se agitan mucho!
Ven, cuidadosa,
ven, maternal,
pie a pie enfermera antiquísima que te sentaste
en la cabecera de los dioses de las fes ya perdidas,
y que viste nacer a Jehová y Júpiter,
y sonreíste porque todo te es falso e inútil.
Ven noche silenciosa y extática,
ven a envolver en la noche con manto blanco
mi corazón...
Serenamente como una brisa en la leve tarde,
tranquilamente como un gesto materno que acaricia,
con las estrellas luciendo en tus manos
y la luna máscara misteriosa sobre tu rostro.
Todo los sonidos suenan de otra manera
cuando tú vienes.
Cuando entras todas las voces bajan,
nadie te ve entrar,
nadie sabe cuándo entraste,
sino de repente, viendo que todo se recoge,
que todo pierde las aristas y los colores,
y que en el alto cielo todavía muy azul
creciendo ya nítido, o círculo blanco, o sólo luz nueva que viene,
La luna comienza a ser real.