Al niño, que nació y se crió a la sombra del ruido de las fábricas, se lo llevan al campo y allí sufre y muere en el exilio nostálgico del ruido de los grandes motores, del correr de las correas de transmisión, de los grandes palacios de hierros iluminados con grandes y blancas lámparas eléctricas.
—Pero, ¿es que no te gusta la serenidad del campo?
—¿Por qué tiene que gustarle a uno la serenidad?
—¿No te gustan la luz, el aire, los árboles, tan bonitos y tan verdes?
—A mí no, señora, ¿por qué habrían de gustarme las cosas verdes? ¿Por qué el sol ha de ser más bonito que las lámparas eléctricas? Si me dijesen el porqué, tal vez me gustaran.
Cuánto enfado ponían en su alma el horror de la noria, ¡tan de madera!, y los bueyes tirando del carro. Solo a lo lejos el tren… el tren. Esta era la vela que cruzaba por el horizonte de su vida de exilio. El tren avanzó sobre él y todo su miedo le supo a orgullo. Esperó temblando, temblando, amándolo, amando la llegada férrea y tremenda desde lejos. Súbitamente, el tren sorteó la curva y se fue haciendo enorme. De pronto, se echó sobre él, siendo ya del tamaño del universo entero.
De esta forma, murió el niño superior que fue fiel a su origen urbano y prefirió la muerte al exilio de las máquinas y de las calles estrechas y de los grandes salones de las iluminadas fábricas con lámparas blancas, eléctricas, cuadrantes de luces por la negrura.
Le habrían asesinado el alma, poco a poco, con el sol y el paisaje. ¡La abominación de los faroles de petróleo en las noches odiosas de tanto silencio!
Si le hubieran dicho que el sol es una inmensa lámpara eléctrica, acaso lo hubiera amado. Pero es que nadie comprende a los niños.