Hace tantos años, tantos años 
que imposible es el contar, 
que de dos reyes nació un día 
una niña divinal. 
Era linda, linda como 
si no fuese de verdad; 
era hermosa como un sueño 
que de hermoso hace llorar. 
Al bautismo de la Infanta 
el rey quiso convidar 
a las hadas, que reparten, 
como harina, el bien y el mal… 
Siete hadas se sentaron 
al feliz banquete real. 
Cada una de las siete 
entregando fue al entrar 
una rara maravilla 
que traía en el morral. 
Y una trajo la armonía, 
otra la felicidad, 
una el don de hacer la danza, 
otra el don de hacerse amar, 
una el volverse pájaro, 
otra el don de atravesar 
las montañas y los mundos, 
cual la abeja su panal. 
En la mesa recibieron 
para hincarlo en su majar, 
un cubierto de oro puro 
con diamantes de cegar… 
Cuando apenas se sentaban, 
golpeó otra comensal: 
era una hada, vieja y fea, 
con hocico de chacal. 
Se sentó a la mesa y dijo: 
–Me olvidasteis como al Mal, 
pero vine aquí a traeros 
la genciana del pesar. 
La princesa tendrá todo: 
cielos, naves, tierra y mar, 
pero un día entre sus manos 
con un huso jugará. 
Y la dueña de la Tierra 
con el huso más banal, 
en el brazo de jazmines 
se dará golpe mortal… 
Las siete hadas se quedaron 
blancas, blancas de ansiedad; 
tembló el rey como una hierba 
y la reina echó a llorar. 
Las macetas sin un viento 
todos vimos desojar; 
los manteles se rasgaron 
y se puso negro el pan. 
Pero una hada que era niña 
levantó su fina voz: 
era una hada pequeñita, 
se llamaba Corazón. 
–Hada fea, turba fiestas, 
rompedora de canción, 
nos quebraste la alegría, 
y yo quiebro tu traición. 
La princesa será herida, 
mas, por gracia del Señor, 
va a dormir por cien años, 
hasta la hora del amor. 
Para que cuando despierte 
no se llene de terror, 
que se duerma el mundo todo 
al callar su corazón… 
El rey hizo que buscaran 
entre lana y algodón, 
cuantos husos estuvieran 
hila que hila bajo el sol. 
Recogieron tantos, tantos, 
que una parva se vio alzar. 
Pero se quedó escondido 
el de la Fatalidad. 
Fue creciendo la princesa 
más aguda que la sal, 
más graciosa que los vientos 
y tan viva como el mar… 
La seguían cien doncellas 
como sigue al pavo real 
el millón de ojos ardientes 
de su cola sin igual. 
La seguían por los ríos 
si bajábase a bañar, 
la seguían cual saetas 
por el aire de cristal… 
Ningún huso hilaba lana 
en el reino nunca más. 
Uno hilaba en el palacio, 
invisible como el Mal. 
La princesa una mañana 
en el techo oyó cantar, 
y subió siguiendo el canto, 
y llegando fue al desván. 
Una vieja hilaba en suave 
lana blanca, el negro Mal, 
le pidió la niña el huso, 
el de la Fatalidad. 
La mordió como una víbora 
en el brazo. Y no fue más… 
La princesa cayó al suelo 
para no volverse a alzar. 
Acudió la corte entera 
con rumor como el mar. 
La pusieron en su lecho 
y empezó el maravillar. 
Se durmió la mesa regia, 
se durmió el pavo real, 
se durmió el jardín intacto, 
con la fuente y el faisán; 
se durmieron los cien músicos 
y las arpas y el timbal: 
se durmió la que lo cuenta, 
como piedra y sin soñar… 
Al salir de su palacio 
el monarca, se durmió 
todo el bosque palpitante 
extendido alrededor. 
Y pasaron los cien años; 
un rey y otro más subió. 
La princesa se hizo cuento, 
como el Pájaro hablador. 
A aquel bosque negro, negro, 
hombre ni ave penetró: 
lo esquivó Caperucita 
santiguándose de horror… 
Va ahora un príncipe de caza 
(todo rey es cazador). 
Orillando pasa el bosque 
que está mudo como un dios. 
Se desmonta tembloroso 
y pregúntale a un pastor 
lo que esconde el bosque erguido 
con el olor de maldición. 
Y el pastor le va contando 
embriagado de ficción, 
de la niña que ha cien años 
en su lecho se durmió. 
Y entra el príncipe en la selva 
que se entreabre maternal… 
Le detiene un alto muro 
y lo logra derribar; 
le detiene una honda estancia 
de apretada obscuridad; 
atraviesa la honda estancia, 
toca un lecho y busca más… 
Y detiénele el prodigio 
de la niña fantasmal. 
Duerme blanca cual la escarcha 
que se cuaja en el cristal; 
duermen alma y cuerpo en ella; 
derramada está la paz 
en las sienes sin latido, 
en la trenza sin tocar, 
y en el párpado, que cae, 
puro sueño y suavidad… 
Y él se inclina hacia el semblante 
(ya ni puede respirar). 
Y su boca besa la otra, 
pálida de eternidad, 
y las rosas de la vida 
entreabriendo suaves van… 
Y los párpados se alzan, 
¡qué pesados de soñar!, 
y los labios desabrochan 
y diciendo lentos van: 
–¿Por qué tanto te tardaste, 
¡oh, mi príncipe! en llegar? 
Con el beso despertándose 
el palacio entero está: 
se despierta la marmita 
y comienza a gluglutear; 
se despierta y va extendiendo 
su abanico el pavo real; 
se despiertan las macetas 
con un blando cabecear; 
se despiertan los corceles, 
se les oye relinchar 
y se uncen anhelantes 
a carrozas de metal; 
se despierta en torno el bosque, 
como se despierta el mar; 
se despiertan los cien guardias, 
y comienzan a llegar 
las doncellas junto al lecho 
con el ruido sin igual 
con que gritan las gaviotas 
cuando empieza a alborear… 
La princesa le da al príncipe 
de cien años el amar, 
las miradas de cien años, 
anchas de felicidad. 
Y la mira y mira el príncipe, 
y no quiere más cerrar 
sus dos ojos sobre el sueño 
que se puede disipar. 
Y las fiestas siguen, siguen; 
son como una eternidad, 
y ni ríndense las arpas, 
y ni rómpese el timbal…
Gabriela Mistral nació en Vicuña, Chile, en 1889, y murió en Nueva York en 1957. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1945 y el Premio Nacional de Literatura en 1951. Publicó los poemarios Desolación (1922), Ternura (1924), Tala (1938) y Lagar (1954). Póstumamente aparecieron Poema de Chile (1967) y Almácigo (2016), entre otros. Fue también una ensayista y cronista cuya importancia es reivindicada cada vez más. En esa línea, Lumen ha publicado Niña errante (2010), su correspondencia con Doris Dana, y Caminando se siembra. Prosas inéditas (2013).