¿De qué quiere, usted, la imagen?
Preguntó el imaginero.
Tenemos santos de pino,
hay imágenes de yeso,
mire este Cristo yacente,
madera de puro cedro,
depende de quien la encarga,
una familia o un templo,
o si el único objetivo
es ponerla en un museo.
Déjeme pues que le explique,
lo que de verdad deseo.
Yo necesito una imagen
de Jesús, el Galileo,
que refleje su fracaso
intentando un mundo nuevo,
que conmueva las conciencias
y cambie los pensamientos,
yo no la quiero encerrada
en iglesias y conventos.
Ni en casa de una familia
para presidir sus rezos,
no es para llevarla en andas
cargada por costaleros,
yo quiero una imagen viva
de un Jesús Hombre sufriendo,
que ilumine a quien la mire
el corazón y el cerebro.
Que den ganas de bajarlo
de su cruz y del tormento,
y quien contemple esa imagen
no quede mirando un muerto,
ni que con ojos de artista
sólo contemple un objeto,
ante el que exclame admirado
¡qué torturado más bello!.
Perdóneme, si le digo,
responde el imaginero
que aquí no hallará, seguro,
la imagen del Nazareno.
Vaya a buscarla en las calles
entre las gentes sin techo
en hospicios y hospitales
donde haya gente muriendo,
en los centros de acogida
en que abandonan a viejos,
en el pueblo marginado
entre los niños hambrientos,
en mujeres maltratadas,
en personas sin empleo.
Pero la imagen de Cristo
no la busque en los museos,
no la busque en las estatuas,
en los altares y templos.
Ni siga en las procesiones
los pasos del Nazareno,
no la busque de madera,
de bronce, de piedra o yeso,
¡mejor busque entre los pobres
su imagen de carne y hueso!