La bella durmiente del bosque, de Gabriela Mistral | Poema

    Poema en español
    La bella durmiente del bosque

    Hace tantos años, tantos años 
    que imposible es el contar, 
    que de dos reyes nació un día 
    una niña divinal. 

    Era linda, linda como 
    si no fuese de verdad; 
    era hermosa como un sueño 
    que de hermoso hace llorar. 

    Al bautismo de la Infanta 
    el rey quiso convidar 
    a las hadas, que reparten, 
    como harina, el bien y el mal… 
    Siete hadas se sentaron 
    al feliz banquete real. 

    Cada una de las siete 
    entregando fue al entrar 
    una rara maravilla 
    que traía en el morral. 
    Y una trajo la armonía, 
    otra la felicidad, 
    una el don de hacer la danza, 
    otra el don de hacerse amar, 
    una el volverse pájaro, 
    otra el don de atravesar 
    las montañas y los mundos, 
    cual la abeja su panal. 

    En la mesa recibieron 
    para hincarlo en su majar, 
    un cubierto de oro puro 
    con diamantes de cegar… 
    Cuando apenas se sentaban, 
    golpeó otra comensal: 
    era una hada, vieja y fea, 
    con hocico de chacal. 

    Se sentó a la mesa y dijo: 
    –Me olvidasteis como al Mal, 
    pero vine aquí a traeros 
    la genciana del pesar. 
    La princesa tendrá todo: 
    cielos, naves, tierra y mar, 
    pero un día entre sus manos 
    con un huso jugará. 
    Y la dueña de la Tierra 
    con el huso más banal, 
    en el brazo de jazmines 
    se dará golpe mortal… 

    Las siete hadas se quedaron 
    blancas, blancas de ansiedad; 
    tembló el rey como una hierba 
    y la reina echó a llorar. 

    Las macetas sin un viento 
    todos vimos desojar; 
    los manteles se rasgaron 
    y se puso negro el pan. 

    Pero una hada que era niña 
    levantó su fina voz: 
    era una hada pequeñita, 
    se llamaba Corazón. 
    –Hada fea, turba fiestas, 
    rompedora de canción, 
    nos quebraste la alegría, 
    y yo quiebro tu traición. 
    La princesa será herida, 
    mas, por gracia del Señor, 
    va a dormir por cien años, 
    hasta la hora del amor. 
    Para que cuando despierte 
    no se llene de terror, 
    que se duerma el mundo todo 
    al callar su corazón… 

    El rey hizo que buscaran 
    entre lana y algodón, 
    cuantos husos estuvieran 
    hila que hila bajo el sol. 

    Recogieron tantos, tantos, 
    que una parva se vio alzar. 
    Pero se quedó escondido 
    el de la Fatalidad. 

    Fue creciendo la princesa 
    más aguda que la sal, 
    más graciosa que los vientos 
    y tan viva como el mar… 
    La seguían cien doncellas 
    como sigue al pavo real 
    el millón de ojos ardientes 
    de su cola sin igual. 
    La seguían por los ríos 
    si bajábase a bañar, 
    la seguían cual saetas 
    por el aire de cristal… 
    Ningún huso hilaba lana 
    en el reino nunca más. 
    Uno hilaba en el palacio, 
    invisible como el Mal. 

    La princesa una mañana 
    en el techo oyó cantar, 
    y subió siguiendo el canto, 
    y llegando fue al desván. 

    Una vieja hilaba en suave 
    lana blanca, el negro Mal, 
    le pidió la niña el huso, 
    el de la Fatalidad. 
    La mordió como una víbora 
    en el brazo. Y no fue más… 
    La princesa cayó al suelo 
    para no volverse a alzar. 

    Acudió la corte entera 
    con rumor como el mar. 
    La pusieron en su lecho 
    y empezó el maravillar. 

    Se durmió la mesa regia, 
    se durmió el pavo real, 
    se durmió el jardín intacto, 
    con la fuente y el faisán; 
    se durmieron los cien músicos 
    y las arpas y el timbal: 
    se durmió la que lo cuenta, 
    como piedra y sin soñar… 
    Al salir de su palacio 
    el monarca, se durmió 
    todo el bosque palpitante 
    extendido alrededor. 

    Y pasaron los cien años; 
    un rey y otro más subió. 
    La princesa se hizo cuento, 
    como el Pájaro hablador. 
    A aquel bosque negro, negro, 
    hombre ni ave penetró: 
    lo esquivó Caperucita 
    santiguándose de horror… 

    Va ahora un príncipe de caza 
    (todo rey es cazador). 
    Orillando pasa el bosque 
    que está mudo como un dios. 
    Se desmonta tembloroso 
    y pregúntale a un pastor 
    lo que esconde el bosque erguido 
    con el olor de maldición. 

    Y el pastor le va contando 
    embriagado de ficción, 
    de la niña que ha cien años 
    en su lecho se durmió. 

    Y entra el príncipe en la selva 
    que se entreabre maternal… 

    Le detiene un alto muro 
    y lo logra derribar; 
    le detiene una honda estancia 
    de apretada obscuridad; 
    atraviesa la honda estancia, 
    toca un lecho y busca más… 
    Y detiénele el prodigio 
    de la niña fantasmal. 

    Duerme blanca cual la escarcha 
    que se cuaja en el cristal; 
    duermen alma y cuerpo en ella; 
    derramada está la paz 
    en las sienes sin latido, 
    en la trenza sin tocar, 
    y en el párpado, que cae, 
    puro sueño y suavidad… 

    Y él se inclina hacia el semblante 
    (ya ni puede respirar). 
    Y su boca besa la otra, 
    pálida de eternidad, 
    y las rosas de la vida 
    entreabriendo suaves van… 
    Y los párpados se alzan, 
    ¡qué pesados de soñar!, 
    y los labios desabrochan 
    y diciendo lentos van: 
    –¿Por qué tanto te tardaste, 
    ¡oh, mi príncipe! en llegar? 

    Con el beso despertándose 
    el palacio entero está: 
    se despierta la marmita 
    y comienza a gluglutear; 
    se despierta y va extendiendo 
    su abanico el pavo real; 
    se despiertan las macetas 
    con un blando cabecear; 
    se despiertan los corceles, 
    se les oye relinchar 
    y se uncen anhelantes 
    a carrozas de metal; 
    se despierta en torno el bosque, 
    como se despierta el mar; 
    se despiertan los cien guardias, 
    y comienzan a llegar 
    las doncellas junto al lecho 
    con el ruido sin igual 
    con que gritan las gaviotas 
    cuando empieza a alborear… 

    La princesa le da al príncipe 
    de cien años el amar, 
    las miradas de cien años, 
    anchas de felicidad. 
    Y la mira y mira el príncipe, 
    y no quiere más cerrar 
    sus dos ojos sobre el sueño 
    que se puede disipar. 

    Y las fiestas siguen, siguen; 
    son como una eternidad, 
    y ni ríndense las arpas, 
    y ni rómpese el timbal…

    Gabriela Mistral nació en Vicuña, Chile, en 1889, y murió en Nueva York en 1957. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1945 y el Premio Nacional de Literatura en 1951. Publicó los poemarios Desolación (1922), Ternura (1924), Tala (1938) y Lagar (1954). Póstumamente aparecieron Poema de Chile (1967) y Almácigo (2016), entre otros. Fue también una ensayista y cronista cuya importancia es reivindicada cada vez más. En esa línea, Lumen ha publicado Niña errante (2010), su correspondencia con Doris Dana, y Caminando se siembra. Prosas inéditas (2013).

    • Que mi dedito lo cogió una almeja, 
      y que la almeja se cayó en la arena, 
      y que la arena se la tragó el mar. 
      Y que del mar la pescó un ballenero 
      y el ballenero llegó a Gibraltar; 
      y que en Gibraltar cantan pescadores: 
      -«Novedad de tierra sacamos del mar, 

    • Hay países que yo recuerdo 
      como recuerdo mis infancias. 
      Son países de mar o río, 
      de pastales, de vegas y aguas. 
      Aldea mía sobre el Ródano, 
      rendida en río y en cigarras; 
      Antilla en palmas verdi-negras 
      que a medio mar está y me llama; 

    • Doña Primavera 
      viste que es primor, 
      viste en limonero 
      y en naranjo en flor. 

      Lleva por sandalias 
      unas anchas hojas, 
      y por caravanas 
      unas fucsias rojas. 

      Salid a encontrarla 
      por esos caminos. 
      ¡Va loca de soles 
      y loca de trinos!