La Cenicienta, de Gabriela Mistral | Poema

    Poema en español
    La Cenicienta

    Cenicienta, Cenicienta, 
    pegada al fogón se pasa 
    y el hollín la va cubriendo 
    como penitente saya. 

    Con la ardentez de la hoguera 
    se quemaron sus pestañas; 
    de lavar grandes mosaicos 
    quebrada tiene la espalda. 

    De amigas tiene la leña 
    que en el fogón arde y salta, 
    las sartenes hervidoras 
    y cuatro ratitas blancas. 

    Su madrastra sólo quiere 
    las hijas de sus entrañas; 
    las besa de sol a sol 
    y las tiene regaladas; 
    esclavos les dan masaje 
    y camareras las bañan 
    y entre sus brocados rojos 
    descansan congestionadas. 
    Mas son feas como el susto 
    de medianoche cerrada… 

    A veces las dos se acuerdan 
    de la pobre Encenizada 
    y le dicen: «¡Ea, ven, 
    péinanos, que tienes gracia, 
    abróchanos las hebillas 
    y venos tejer la danza». 

    Y la pobre Cenicienta, 
    con una tierna mirada, 
    les anuda los cabellos 
    y arrodillada las calza. 

    Un día el rey dio una fiesta 
    por ver gracia derramada. 
    Para asistir a la fiesta 
    se preparan las hermanas. 
    Está ya hace cuatro días 
    sobre ellas la Encenizada 
    depilándoles las cejas, 
    amasando sus gargantas, 
    enseñando reverencias, 
    corrigiéndoles la danza… 

    Tiene quemados los dedos 
    de rizarlas y rizarlas; 
    de ceñirles la cintura 
    se rinde desventurada. 
    Y bailan siempre como ocas 
    y caminan desgarbadas. 

    Al final se fueron al baile 
    y se apagó su rumor. 
    ¡Ay!, qué callada la noche 
    para oírse el corazón, 
    ¡la Cenicienta que llora 
    apagadita al fogón! 

    La llama del fuego brinca 
    distrayendo su aflicción; 
    las cuatro ratitas vienen 
    a mirarla alrededor. 

    Pero Cenicienta tiene 
    (¡ay!, ¡bendito sea Dios!) 
    hada que fue su madrina 
    y que se llama Esplendor. 

    Cuando los criados duermen 
    con silencio de ilusión, 
    va abriendo puertas y puertas 
    y llegando hasta el fogón, 
    —¡Ah!, mi Cenicienta —dícele—, 
    ábreme tu corazón. 

    ¿No quieres ir a la fiesta? 
    ¿Lloras por eso mi amor? 
    Dícele la pobrecilla: 
    —Soy la hija del Tizón; 
    y la ceniza me cubre 
    hasta el mismo corazón. 
    El hada va sacudiéndole 
    con el aliento el hollín: 
    Cenicienta va quedando 
    desnuda como un jazmín. 
    La va mirando, mirando 
    y el mirarla es cubrir 
    su cuerpo de velo de oro, 
    amaranto y carmesí. 

    —¡Ay!, ¡madrina!, ¿y mi carruaje? 
    —Hijita, ya vas a ver. 
    —¡Ay!, ¡madrina!, ¿y mis lacayos? 
    —Hijita, vienen también. 
    —¡Ay!…, ¿y mis palafreneros? 
    —Hijita, déjame hacer… 

    Las cuatro ratitas blancas 
    se hicieron caballos árabes 
    y los lagartos azules 
    dos lacayos fulgurantes, 
    y la calabaza vuelta 
    concha perla, fue carruaje. 
    —Mi ahijada Cenicienta, 
    ¡acabaste de nacer! 
    No te reconoce tu ogro 
    de madrastra si te ve. 
    Ahora corres al baile 
    y bailarás como un pez: 
    pero por la medianoche 
    te despides sin volver, 
    porque el encanto termina 
    cuando el día alza la sien. 
    ¡Cómo galopa el carruaje, 
    que en momentos no se ve 
    y la calabaza entra 
    en el palacio del rey! 

    Está el baile en su comienzo: 
    la sala alumbra mil lámparas 
    y los tocadores hieren 
    misterios de cobre y plata. 
    Del resplandor del palacio 
    la misma noche se aclara; 
    el baile se va tejiendo 
    a lo largo de cien salas, 
    y parece que es la tierra 
    la desposada que danza. 

    Rigen el rey con el príncipe 
    esta noche apasionada 
    y el orden de las parejas 
    que parecen marejadas 
    y de repente las guzlas 
    como los cobres se paran; 
    se vuelven todos los rostros: 
    ¡va entrando la Encenizada! 

    Con tanta gracia camina 
    como la nube dorada: 
    con tal donaire saluda 
    que es como si donara. 

    Aún vacilaba el príncipe 
    como el ciervo entre dos aguas. 
    Al verla sale a su encuentro 
    como quien entrega su alma. 

    Sobre la pareja cae 
    el millón de las miradas 
    y ellos pasan entre todos 
    ligeros como dos llamas. 

    Al sonar la medianoche 
    Cenicienta se separa 
    y sube al carruaje que 
    como jabalina escapa. 

    Cuando ya llegaba el día 
    volvieron las hermanastras 
    y despertó el mundo entero 
    al escuchar su algazara. 
    Desde el profundo fogón 
    Cenicienta viene, cándida, 
    y pregunta cómo ha sido 
    el baile de las hermanas. 
    Y las ogresas le cuentan 
    de la noche iluminada, 
    de la música de fuego 
    y de la princesa extraña 
    que al salir dejó la fiesta 
    como novia amortajada. 

    El rey renovó el convite 
    para la noche cercana, 
    y las ogresas partieron 
    en su carroza escarlata. 
    Y la pobre Cenicienta 
    en torno al fogón quedaba; 
    del fogón iba a la puerta 
    empinadita del ansia. 

    Llegó el hada Resplandor 
    y empezó a hermosearla 
    hasta hacerla grande de oros 
    como la noche estrellada. 
    (¡Ay!, cómo va galopando 
    el trineo de las ratas, 
    y los lagartos azules 
    y la veloz calabaza!). 

    Cenicienta fue hacia el príncipe: 
    el príncipe le tendió 
    una mano en que los pulsos 
    se hacían puro temblor. 

    Pasa como un torbellino 
    la pareja del amor 
    y los ojos de las damas 
    echan desesperación. 

    Cenicienta tiene miedo 
    de oírse la propia voz, 
    porque está viviendo un suelo 
    tan perfecto como Dios. 
    Al llegar la medianoche 
    no oyó sonar el reloj 
    y al bajar las escaleras 
    su zapatito saltó… 

     Al otro día salieron 
    desde el palacio real 
    cuarenta heraldos voceando 
    pregón de Su Majestad: 

    —Que las mozas comarcanas 
    que el rey invitó a bailar 
    dejen probar en sus plantas 
    un zapato de cristal; 
    que a la dueña el mismo día 
    va el príncipe a desposar. 
    Se abrieron todas las casas 
    como vivas de ansiedad, 
    y las jóvenes hicieron 
    maravillas por calzar 
    el zapato más menudo 
    que la ampolla de la sal. 

    A casa de Cenicienta 
    golpeando ahora están 
    los heraldos. Y las mozas 
    con qué jadeante afán 
    prueban y prueban gimiendo 
    el zapato sin igual. 

    Y del fogón Cenicienta 
    avanzando luego va 
    y las ogresas se ríen 
    cuando la ven alargar 
    su piececito de almendra, 
    vivo de felicidad. 
    Y se van enmudeciendo 
    las ogresas, al mirar 
    que el piececito se queda 
    en el cuenco de cristal: 
    y se van poniendo rojas 
    y terminan por llorar 
    viendo que la Cenicienta 
    con el zapato echa a andar. 

    Y aquella misma mañana 
    desposó el príncipe Sol 
    a María Cenicienta 
    veladora del tizón, 
    hija de ninguna madre, 
    desnudita hija de Dios…

    Gabriela Mistral nació en Vicuña, Chile, en 1889, y murió en Nueva York en 1957. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1945 y el Premio Nacional de Literatura en 1951. Publicó los poemarios Desolación (1922), Ternura (1924), Tala (1938) y Lagar (1954). Póstumamente aparecieron Poema de Chile (1967) y Almácigo (2016), entre otros. Fue también una ensayista y cronista cuya importancia es reivindicada cada vez más. En esa línea, Lumen ha publicado Niña errante (2010), su correspondencia con Doris Dana, y Caminando se siembra. Prosas inéditas (2013).