Doña Primavera viste que es primor, viste en limonero y en naranjo en flor.
Lleva por sandalias unas anchas hojas, y por caravanas unas fucsias rojas.
Salid a encontrarla por esos caminos. ¡Va loca de soles y loca de trinos!
Doña Primavera de aliento fecundo, se ríe de todas las penas del mundo...
No cree al que le hable de las vidas ruines. ¿Cómo va a toparlas entre los jazmines?
¿Cómo va a encontrarlas junto de las fuentes de espejos dorados y cantos ardientes?
De la tierra enferma en las pardas grietas, enciende rosales de rojas piruetas.
Pone sus encajes, prende sus verduras, en la piedra triste de las sepulturas...
Doña Primavera de manos gloriosas, haz que por la vida derramemos rosas:
Rosas de alegría, rosas de perdón, rosas de cariño, y de exultación.
Gabriela Mistral nació en Vicuña, Chile, en 1889, y murió en Nueva York en 1957. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1945 y el Premio Nacional de Literatura en 1951. Publicó los poemarios Desolación (1922), Ternura (1924), Tala (1938) y Lagar (1954). Póstumamente aparecieron Poema de Chile (1967) y Almácigo (2016), entre otros. Fue también una ensayista y cronista cuya importancia es reivindicada cada vez más. En esa línea, Lumen ha publicado Niña errante (2010), su correspondencia con Doris Dana, y Caminando se siembra. Prosas inéditas (2013).
La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde me ha arrojado la mar en su ola de salmuera. La tierra a la que vine no tiene primavera: tiene su noche larga que cual madre me esconde.
Madrecita mía, madrecita tierna, déjame decirte dulzuras extremas. Es tuyo mi cuerpo que juntaste en ramo; deja revolverlo sobre tu regazo. Juega tú a ser hoja y yo a ser rocío: y en tus brazos locos tenme suspendido.
La Maestra era pura. «Los suaves hortelanos», decía, «de este predio, que es predio de Jesús, han de conservar puros los ojos y las manos, guardar claros sus óleos, para dar clara luz».
Hay países que yo recuerdo como recuerdo mis infancias. Son países de mar o río, de pastales, de vegas y aguas. Aldea mía sobre el Ródano, rendida en río y en cigarras; Antilla en palmas verdi-negras que a medio mar está y me llama;
Padre Nuestro, que estás en los cielos, ¡por qué te has olvidado de mí! Te acordaste del fruto en febrero, al llagarse su pulpa rubí. ¡Llevo abierto también mi costado, y no quieres mirar hacia mí!