¿Todavía recuerdas
de tu vida mortal, Silvia, aquel tiempo,
en el que la beldad resplandecía
en tus ojos huidizos y rientes,
y alegre y pensativa, los umbrales
juveniles cruzabas?
Resonaban las calmas
estancias, y las calles
vecinas con tu canto inagotable,
mientras a las labores femeniles
te sentabas, dichosa
de aquel vago futuro de tus sueños.
Era el mayo oloroso: y tú solías
pasar el día así.
Yo los gratos estudios
tal vez dejando y los sudados pliegos,
que mi temprana edad
gastaban y de mí la mejor parte,
en los balcones del hogar paterno
escuchaba el sonido de tu voz
y tu mano ligera
recorriendo la tela fatigosa.
Miraba el cielo calmo,
los dorados caminos y los huertos,
y allá el lejano mar, y allá los montes.
Lengua mortal no dice
lo que mi alma sentía.
¡Qué dulces pensamientos
que esperanzas, qué pálpitos, oh Silvia!
¡Cómo la vida humana
y el hado contemplábamos!
Cuando recuerdo tantas ilusiones,
me abruma un sentimiento
acerbo y sin consuelo,
y me vuelve a doler mi desventura.
Oh tú, naturaleza,
¿por qué no das después
lo que un día prometes? ¿por qué tanto
engañas a tus hijos?
Antes que el frío arideciera el prado,
de extraña enfermedad presa y vencida,
moriste, oh mi ternura, sin que vieras
las flores de tu edad;
no alegraba tu alma
el dulce elogio o de las negras trenzas
o de tu vista esquiva y amorosa;
ni contigo en las fiestas las amigas
de amoríos hablaban.
También murieron pronto
mis dulces esperanzas: a mis años
también les negó el hado
la juventud. ¡Ah, cómo,
cómo pasaste, cara compañera
de mi primera edad,
mi llorada ilusión!
¿Es este el mundo aquel? ¿Éstas las obras,
el amor, los sucesos, los placeres
de los que tanto entre los dos hablábamos?
¿esta es la suerte de la raza humana?
Al llegar la verdad
tú, mísera, caíste: y con la mano
la fría muerte y la desnuda tumba
de lejos señalabas.