En ocasiones solemos coger la pluma 
y escribimos sobre una hoja en blanco, 
signos que dicen esto y aquello: todos los conocen, 
es un juego que tiene sus reglas. 
Si viniera, en cambio, algún salvaje o loco, 
y, curioso observador, acercase sus ojos a 
una de esas hojas con su campo rúnico, 
otra imagen del mundo -extraña- ahí observaría. 
Acaso un salón de mágicos retratos; 
vería la A y la B como un hombre o animal 
moverse, como los ojos, cabellos y miembros, 
allí pensativos, impulsados aquí por el instinto; 
leería como en la nieve las huellas de las cornejas, 
correría, reposaría, sufriría y volaría con ellas 
y vería trasguear entre los signos negros, fijos, 
o deslizarse entre los breves trazos, 
de cualquier creación las posibilidades. 
Vería arder el amor, el dolor contraerse, 
y se admiraría, reiría, lloraría, temblaría, 
pues tras las mejillas de aquella escritura 
el mundo entero, con su ciego impulso, 
pequeño se le antojaría, embrujado, exiliado 
entre los signos que, con rígida marcha, 
avanzan prisioneros y tanto se asemejan 
que impulso vital y muerte, deseos y pesares, 
fraternizan hasta hacerse indiscernibles. 
Gritos de intolerable angustia lanzaría 
finalmente el salvaje, atizaría el fuego y, 
entre golpes de frente y letanías, 
la blanca hoja entregaría a las llamas. 
Luego, tal vez adormilado, sentiría 
cómo ese no-mundo, ese espejismo 
insoportable lentamente retorna 
a lo nunca-sido, al ningún-lado, 
y suspiraría, sonreiría, sanaría.
Hermann Hesse (Calw, Alemania, 1877 – Montagnola, Suiza, 1962), novelista y poeta, fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura de 1946. Su obra es una de las más traducidas y laureadas de la literatura alemana, especialmente popular entre el público joven. Las obras de Hesse están repletas de referencias a los temas que más le preocupaban: la dualidad del hombre, y la permanente división entre la espiritualidad y la expresión de su naturaleza. Entre sus obras emblemáticas se encuentran Siddhartha (1922) y El lobo estepario (1927).