En ocasiones solemos coger la pluma
y escribimos sobre una hoja en blanco,
signos que dicen esto y aquello: todos los conocen,
es un juego que tiene sus reglas.
Si viniera, en cambio, algún salvaje o loco,
y, curioso observador, acercase sus ojos a
una de esas hojas con su campo rúnico,
otra imagen del mundo -extraña- ahí observaría.
Acaso un salón de mágicos retratos;
vería la A y la B como un hombre o animal
moverse, como los ojos, cabellos y miembros,
allí pensativos, impulsados aquí por el instinto;
leería como en la nieve las huellas de las cornejas,
correría, reposaría, sufriría y volaría con ellas
y vería trasguear entre los signos negros, fijos,
o deslizarse entre los breves trazos,
de cualquier creación las posibilidades.
Vería arder el amor, el dolor contraerse,
y se admiraría, reiría, lloraría, temblaría,
pues tras las mejillas de aquella escritura
el mundo entero, con su ciego impulso,
pequeño se le antojaría, embrujado, exiliado
entre los signos que, con rígida marcha,
avanzan prisioneros y tanto se asemejan
que impulso vital y muerte, deseos y pesares,
fraternizan hasta hacerse indiscernibles.
Gritos de intolerable angustia lanzaría
finalmente el salvaje, atizaría el fuego y,
entre golpes de frente y letanías,
la blanca hoja entregaría a las llamas.
Luego, tal vez adormilado, sentiría
cómo ese no-mundo, ese espejismo
insoportable lentamente retorna
a lo nunca-sido, al ningún-lado,
y suspiraría, sonreiría, sanaría.