El lugar era oscuro y polvoriento, un rincón perdido en un laberinto de viejas callejas junto a los muelles, que olían a extrañas cosas venidas de ultramar, entre curiosos jirones de niebla que dispersaba el viento del oeste. Unos cristales romboidales, velados por el humo y la escarcha, apenas dejaban ver los montones de libros, como árboles retorcidos pudriéndose del suelo al techo... huellas de un saber antiguo que se desmoronaba a precio de saldo.
Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas cogí el volumen más cercano y lo leí al azar, temblando al ver las raras palabras que parecían guardar algún arcano, monstruoso, para quien lo descubriera. Después, buscando algún viejo y taimado vendedor, sólo encontré el eco de una risa.