Crónica del forastero XXIII, de Jorge Teillier | Poema

    Poema en español
    Crónica del forastero XXIII

    Lo que importa 
    es estar vivo 
    y entrar a la casa 
    en el desolado mediodía de la vida. 
    El río pasa recogiendo la calle polvorienta. 
    Los satélites artificiales pueden rodear la tierra, 
    pero nada saben de ellos los bueyes enyugados a las carretas. 
    Es el mismo de otro siglo el gesto del campesino al descargar un saco de trigo, 
    el polvillo de la molienda danza en el sol sin memoria, 
    escuchamos el trote de los ratones entre los sacos dormidos en la bodega, 
    y el oculto resplandor de las cosas 
    tiene un secreto revelado por los aromos. 
    Escucho el pitazo del tren 
    cortando en dos al pueblo. 
    El pueblo donde pedí tres deseos al comer las primeras cerezas, 
    donde me regalaron una lámpara humilde que no he vuelto a hallar, 
    el pueblo que tenía unos pocos miles de habitantes cuando nací, 
    y fue fundado como un Fuerte 
    para defenderse de los mapuches 
    (todo eso era nuestro Far West). 
    El pueblo donde aún humean mantas junto a cocinas a leña 
    y el invierno es la travesía de un tempestuoso océano. 
    Si me pidieran recordar 
    algo más allá de las calles donde di los primeros pasos 
    no sabría mucho que decir. 
    Creo que he estado en otros países 
    he visto día a día en las ciudades vehículos iluminados como trasatlánticos 
    llevar rostros fatigados de un matadero a otro. 
    «La vida es un pretexto para escribir dos o tres versos 
        cantantes y luminosos», escribió un poeta, 
    pero tal vez yo no sea de verdad un poeta. 
    Me amo a mí mismo tanto como a mi prójimo 
    pero estoy dispuesto a desaparecer junto a todo mi prójimo. 
    Puedo rezar sin creer en dios, 
    a las noticias del día 
    suelo preferir leer memorias de oscuros personajes de otras épocas 
    o contemplar los gorriones picoteando maravillas. 
    De nuevo alguien ve derrochar 
    los yuyos su oro al viento. 
    Alguien va a temer cada mañana que el sol no regrese, 
    alguien tal vez aprenderá a leer en diarios que anuncian nuevas guerras, 
    alguien en la noche 
    va a tomar un carbón encendido para trazar círculos de fuego 
    que lo protegen de todo mal. 
    Quedaré solo en un bosque de pinos. 
    De pronto veré alzarse los muros al canto de los gallos. 
    Podré pronunciar mi verdadero nombre. 
    Las puertas del bosque se abrirán, 
    mi espacio será el mismo que el de las aves inmortales 
        que entran y salen de él, 
    y los hermanos desconocidos sabrán que ya pueden reemplazarme. 
    Debo enfrentar de nuevo al río. 
    Busco una moneda. 
    El río ha cambiado de color. 
    Veo sin temor 
    la canoa negra esperando en la orilla.