Los celestiales, de José Agustín Goytisolo | Poema

    Poema en español
    Los celestiales

    No todo el que dice Señor, Señor, 
    entrará en el reino… 
    (MAT., 7, 21) 

     
    Después y por encima de la pared caída, 
    de los vidrios caídos, de la puerta arrasada, 
    cuando se alejó el eco de las detonaciones 
    y el humo y sus olores abandonaron la ciudad, 
    después, cuando el orgullo se refugió en las cuevas, 
    mordiéndose los puños para no decir nada, 
    arriba, en los paseos, en las calles con ruina 
    que el sol acariciaba con sus manos de amigo, 
    asomaron los poetas, gente de orden, por supuesto. 

    Es la hora dijeron de cantar los asuntos 
    maravillosamente insustanciales, es decir, 
    el momento de olvidarnos de todo lo ocurrido 
    y componer hermosos versos vacíos, sí, pero sonoros, 
    melodiosos como un laúd, 
    que adormezcan, que transfiguren, 
    que apacigüen los ánimos, ¡qué barbaridad! 

    Ante tan sabia solución 
    se reunieron, pues, los poetas, y en la asamblea 
    de un café, a votación, sin más preámbulo, 
    fue Garcilaso desenterrado, llevado en andas, paseado 
    como reliquia, por las aldeas y revistas, 
    y entronizado en la capital. El verso melodioso, 
    la palabra feliz, todos los restos, 
    fueron comida suculenta, festín de la comunidad. 
    Y el viento fue condecorado, y se habló 
    de marineros, de lluvia de azahares, 
    y una vez más, la soledad y el campo como antaño, 
    y el cauce tembloroso de los ríos, 
    y todas las grandes maravillas, 
    fueron, en suma, convocadas. 

    Esto duró algún tiempo, hasta que, poco 
    a poco, las reservas se fueron agotando. 
    Los poetas, rendidos de cansancio, se dedicaron 
    a lanzarse sonetos, mutuamente, 
    de mesa a mesa, en el café. Y un día, 
    entre el fragor de los poemas, alguien dijo: Escuchad, 
    fuera las cosas no han cambiado, nosotros 
    hemos hecho una meritoria labor pero no basta. 
    Los trinos y el aroma de nuestras elegías, 
    no han calmado las iras, el azote de Dios. 

    De las mesas creció un murmullo 
    rumoroso como el océano, y los poetas exclamaron: 
    Es cierto, es cierto olvidamos a Dios, somos 
    ciegos mortales, perros heridos por su fuerza, 
    por su justicia; cantémosle ya. 

    Y así el buen Dios sustituyó 
    al viejo padre Garcilaso, y fue llamado 
    dulce tirano, amigo, mesías 
    lejanísimo, sátrapa fiel, amante, guerrillero, 
    gran parido, asidero de mi sangre, y los Oh, Tú, 
    y los Señor, Señor, se elevaron altísimos, empujados 
    por los golpes de pecho en el papel, 
    por el dolor de tantos corazones valientes. 

    Y así perduran en la actualidad. 

    Ésta es la historia, caballeros, 
    de los poetas celestiales, historia clara 
    y verdadera, y cuyo ejemplo no han seguido 
    los poetas locos que, perdidos 
    en el tumulto callejero, cantan al hombre, 
    satirizan o aman el reino de los hombres, 
    tan pasajero, tan falaz y en su locura 
    lanzan gritos, pidiendo paz, pidiendo patria, 
    pidiendo aire verdadero.