A Aurelio Menéndez
Yo no sé si te miro
con amor o con odio
ni si eres más que tierra
para mí.
Pero contigo sólo,
a muerte, debo
levantarme y vivir.
Aquí es tu piel tirante
sobre el mapa del alma,
azotada y cruel;
allí suave,
rota en ríos de lluvia,
inclinada hacia el mar.
Allí paso perdido,
pie puro que anda el sueño;
aquí cráneo abrasado
por el peso de Dios.
Estoy así mirándote
con un ojo que apenas
ha nacido a mirar.
Porque he venido ayer
y no sé aún quién eres,
aunque tal vez no seas
nada más verdadero
que esta ardiente pregunta
que clavo sobre ti.
Vine cuando la sangre
aún estaba en las puertas
y pregunté por qué.
Yo era hijo de ella
y tan sólo por eso
capaz de ser en ti.
Vine cuando los muertos
palpitaban aún próximos
al nivel de la vida
y pregunté por qué.
Yacían bajo tierra:
tú eras su verdad.
Caía el sol, caía
inútilmente el pan,
caía entre la noche
y la sombra de nadie
derribada la fe.
Y sin embargo supe
que tú estabas allí.
Apenas, casi a solas,
entre el aire y la muerte,
un brote nuevo
se atrevía a pujar.
Solo, entre la esperanza
estéril, la esperanza
ganada, las palabras
caídas, las palabras
como ciegas banderas
levantadas, un brote
se atrevía a pujar.
Oh, cómo en las colinas
sobreviviente el aire
se animaba en él.
Debías protegerlo.
No lo hicisteis.
Temblad.
Porque debió crecer
para la luz, no para
la sombra, el odio, para
la negación.
La tierra había sido
removida y arada
con la sangre de todos.
Con la sangre. Era
difícil la alegría;
necesitábamos
primero la verdad.
Hemos venido. Estamos
solos. Pregunto,
¿quién tiene tu verdad?
Tú eres esa pregunta.
Oh patria y patria
y patria en pie
de vida, en pie
sobre la mutilada
blancura de la nieve,
¿quién tiene tu verdad?