Meditación, de Juan Arolas | Poema

    Poema en español
    Meditación

    Yo te veo, Señor, en las montañas 
    que soberbias se miran en su altura, 
    dó reciben la luz con que las bañas, 
    antes que este hondo valle de tristura; 

    y en el último y lánguido reflejo, 
    que recogen del día moribundo, 
    cuando su altiva cumbre es el espejo 
    de las sombras que caen en el mundo; 

    y en su color azul y nieve fría 
    que oculta la preñez de los volcanes, 
    como encubre falaz hipocresía 
    de infame corazón pérfidos planes. 

    Que tú les das la niebla matutina 
    que se pierde por leve y vaporosa, 
    tú les enciendes llama que ilumina, 
    tú su cráter entibias y reposa. 

    Desataste en sus cimas y pendientes, 
    para calmar la sed de los mortales, 
    las cristalinas venas de las fuentes 
    y escondiste en su seno los metales. 

    Mas ellos ambicionan el tesoro 
    que previsión de un padre les encierra, 
    no pueden apagar la sed del oro 
    y rompen las entrañas de la tierra. 

    ¡Metal de execración! ¡metal maldito, 
    cuya pálida luz cegó los ojos, 
    doró deformidades del delito 
    y alumbró los desórdenes y enojos! 

    Yo te veo, Señor, en los breñares 
    poblados de malezas muy bravías, 
    en los altos, difíciles lugares, 
    dó el águila renueva largos días, 

    el águila que es hija de los vientos, 
    con su nido que es campo de batalla, 
    lleno de los despojos más sangrientos 
    del vulgo de las aves que avasalla, 

    sombría como el sitio donde habita, 
    de furibundos ojos y de garras 
    duras como las peñas que visita, 
    corvas como moriscas cimitarras. 

    Que tú para cortar los aquilones 
    la fuerza muscular le diste en prenda; 
    te busca por las célicas regiones, 
    por eso mira al sol como a tu tienda. 

    Tú contaste sus plumas más ligeras, 
    como cuentas los árboles y frutos, 
    los átomos que cruzan las esferas, 
    y hasta la eternidad por sus minutos. 

    Yo te veo en el mar: en la ola verde, 
    azul, o sonrosada que camina, 
    que con orla de aljófares se pierde, 
    mientras otra más alta se avecina. 

    También cuando lo tienes en bonanza 
    para el pequeño alción que a sus cristales 
    fía su hermosa prole y su esperanza, 
    mientras atas furiosos vendavales. 

    Y en el cetáceo enorme que entre hielos, 
    que muros de cristal pueden decirse, 
    alza dos ríos de agua hasta los cielos, 
    y agita el mar del norte al rebullirse; 

    que herido del arpón, iras alienta, 
    con su sangre las aguas enrojece, 
    y las pone agitadas en tormenta... 
    ¡Tanto puede su mole que padece! 

    Tú le diste los mares por presea 
    donde tenga por lecho las bahías 
    el boreal y antártico pasea; 
    por abismos de espuma tú le guías. 

    Yo te veo, Señor, en el insecto 
    que busca en la camelia nido y casa, 
    con las galas de adorno tan perfecto 
    que unas púrpura son, otras son gasa; 

    y en el que enamorado de su pompa 
    se contempla en la fuente bulliciosa, 
    y en el que chupa almíbar con su trompa, 
    y en el que se adormece en una rosa; 

    y el que queda suspenso ante las ovas 
    mecido en equilibrio con las alas, 
    y al parecer les canta dulces trovas 
    que solo entiendes tú que a ti te igualas; 

    y en el reptil que turba linfas puras, 
    que por su cauce nítido se alegra, 
    y el que por las musgosas hendiduras 
    asoma su cabeza verdinegra. 

    Tú has vestido de flores las colinas 
    cual nunca Salomón se engalanara, 
    cuando a ruego de hermosas concubinas 
    ídolos en los bosques adorara. 

    Tú has dado los aromas y canelas, 
    papagayos hermosos y parleros, 
    búfalos, elefantes y gacelas, 
    cedros, palmas, acacias, bananeros. 

    Que tú eres el principio de ti mismo, 
    sin contar el origen de tus días, 
    grande en la inmensidad y en el abismo, 
    dios de eternas venturas y alegrías.