Malvas, rosadas, celestes, las florecillas del campo esmaltan la orilla azul del arroyo solitario.
Parece como si una niña perdida en el prado, con sus ojos dulces las hubiese ido regando…
La brisa juega con ellas… ¡Oh, qué olor! Un dulce bálsamo se derrama sobre el alma taladrada de cuidados; y, un instante, se la lleva plácidamente a un remanso donde sueña eternidades el diamante soleado.
Tiene el alma, el aire de oro, de las estrellas del campo; celestes, rosadas, malvas, sus sombras pasan soñando…
He venido por la senda, con un ramito de rosas del campo.
Tras la montaña, nacía la luna roja; la suave brisa del río daba frescura a la sombra; un sapo triste cantaba en su flauta melodiosa sobre la colina había una estrella melancólica…
¿Nada todo? Pues ¿y este gusto entero de entrar bajo la tierra, terminado igual que un libro bello? ¿Y esta delicia plena de haberse desprendido de la vida, como un fruto perfecto, de su rama? ¿Y esta alegría sola de haber dejado en lo invisible