Generalife, de Juan Ramón Jiménez | Poema

    Poema en español
    Generalife

    A Isabel García Lorca, hadilla del Generalife 
     
    Nadie más. Abierto todo. 
    Pero ya nadie faltaba. 
    No eran mujeres, ni niños, 
    no eran hombres, eran lágrimas 
    — ¿quién se podía llevar 
    la inmensidad de sus lágrimas?— 
    que temblaban, que corrían 
    arrojándose en el agua. 

    …Hablan las aguas y lloran 
    bajo las adelfas blancas; 
    bajo las adelfas rosas, 
    lloran las aguas y cantan, 
    por el arrayán en flor, 
    sobre las aguas opacas. 

    ¡Locura de canto y llanto, 
    de las almas, de las lágrimas! 
    Entre las cuatro paredes, 
    Penan, las llamas, las aguas; 
    las almas hablan y lloran, 
    las lágrimas olvidadas; 
    las aguas cantan y lloran, 
    las emparedadas almas. 

    …¡Por allí la están matando! 
    ¡Por allí se la llevaban! 
    —Desnuda se la veía.— 
    ¡Corred, corred, que se escapan! 
    —Y el alma quiere salirse, 
    mudarse en mano de agua, 
    acudir a todas partes 
    con palabra desatada, 
    hacerse lágrima en pena, 
    en las aguas, con las almas…— 
    ¡Las escaleras arriba! 
    ¡No, la escalera bajaban! 
    —¡Qué espantosa confusión 
    de almas, de aguas, de lágrimas; 
    qué amontonamiento pálido 
    de fugas enajenadas! 

    …¿Y cómo saber qué quieren? 
    ¿Dónde besar? ¿Cómo, alma, 
    almas ni lágrimas ver 
    temblorosas en el agua? 
    ¡No se pueden separar; 
    dejadlas huir, dejadlas!— 

    …¿Fueron a oler las magnolias, 
    a asomarse por las tapias, 
    a esconderse en el ciprés, 
    a hablarle a la fuente baja? 

    …¡Silencio, que ya no lloran! 
    ¡Escuchad! Que ya no hablan. 
    Se ha dormido el agua y sueña 
    que la desenlagrimaban; 
    que las almas que tenía, 
    no lágrimas, eran alas; 
    dulce niña en su jardín, 
    mujer con su rosa grana, 
    niño que miraba el mundo, 
    hombre con su desposada… 
    Que cantaba y que reía… 
    ¡Que cantaba y que lloraba, 
    con rojos de sol poniente 
    en las lágrimas más altas, 
    en el más alto llamar, 
    rodar de alma ensangrentada! 

    ¡Caída, tendida, rota 
    el agua celeste y blanca! 
    ¡Con qué desencajamiento, 
    sobre el brazo se levanta! 
    Habla con más fe a sus sueños, 
    que se le van de las ansias; 
    parece que se resigna 
    dándole la mano al alma, 
    mientras la estrella de entonces, 
    presencia eterna, la engaña. 

    Pero se vuelve otra vez 
    del lado de su desgracia; 
    mete la cara en las manos, 
    no quiere a nadie ni nada, 
    y clama para morirse, 
    y huye sin esperanza. 
    …Hablan las aguas y lloran, 
    lloran las almas y cantan. 
    ¡Oh qué desconsolación 
    de traída y de llevada; 
    qué llegar al rincón último, 
    en repetición sonámbula; 
    qué darse con la cabeza 
    en las finales murallas! 

    —…En agua el alma se pierde, 
    y el cuerpo baja sin alma; 
    sin llanto el cuerpo se va, 
    que lo deja con el agua, 
    llorando, hablando, cantando, 
    con las almas, con las lágrimas 
    del laberinto de pena, 
    entre las adelfas blancas, 
    entre las adelfas rosas 
    de la tarde parda y plata, 
    con el arrayán ya negro, 
    bajo las fuentes cerradas.—

    Juan Ramón Jiménez (1881-1958) es un autor esencial para la poesía en lengua española. Sus propuestas estéticas marcan una línea divisoria entre el Romanticismo de Espronceda y Bécquer, bajo cuya influencia escribe sus primeros versos, y el Modernismo y las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX. Deslumbran en su poesía el rico caudal de sus luminosas imágenes y la profundidad conceptual y simbólica de sus versos. El exilio en América durante las décadas de los cuarenta y cincuenta enriquece su poesía, la cual adquiere una dimensión cósmica y mística sin precedentes en la tradición española. No en vano fue Premio Nobel de Literatura en 1956 por el conjunto de su obra.