¡No estás en ti, belleza innúmera, que con tu fin me tientas, infinita, a un sinfín de deleites!
¡Estás en mí, que te penetro hasta el fondo, anhelando, cada instante, traspasar los nadires más ocultos!
¡Estás en mí, que tengo en mi pecho la aurora y en mi espalda el poniente —quemándome, trasparentándome en una sola llama—; estás en mí, que te entro en tu cuerpo mi alma insaciable y eterna!
¿Nada todo? Pues ¿y este gusto entero de entrar bajo la tierra, terminado igual que un libro bello? ¿Y esta delicia plena de haberse desprendido de la vida, como un fruto perfecto, de su rama? ¿Y esta alegría sola de haber dejado en lo invisible