Ahora puedo decir: esto era la mayor parte de la vida. Lamento sin embargo, aunque no con excesiva pena, no haber tenido nunca un dormitorio, aunque por otra parte, qué podía yo hacer con tantos muebles y con tanta madera arrebatada a aquellas tierras en donde nació... Fue roja mi primera cama. Tenía una plaquita, de San José y el Niño, en el pequeño cabezal. Recuerdo todavía a los mayores discutiendo que su compra era urgente pues la niña no cabía en la cuna. Fué peor no acceder a los libros que, mudos, me llamaban porque venían y se iban más lejos cada vez. Igual que mis amigos, que mis casas, que las viejas butacas, que los paisajes encontrados. Quién sabe todavía en qué casa, en qué cuarto moriré. Sin embargo, me alegro de haber tenido, en USA, tres objetos: la boina de hielo del dolor de cabeza, el teléfono blanco -en mi tierra eran negros- de Mirna Loy, y haber averiguado lo que desayunaban, en altas copas cristalinas, las heroínas y los héroes del cine. Eran pomelos: esa fruta cuyo amargor no puedo soportar.
¿Y del amor? Punto y aparte. Los quise. Me quisieron: todos fueron mis gatos. Y hubo también tres perros. Lo sé: no ha sido tan terrible.
Ahora puedo decir: esto era la mayor parte de la vida. Lamento sin embargo, aunque no con excesiva pena, no haber tenido nunca un dormitorio, aunque por otra parte, qué podía yo hacer con tantos muebles y con tanta madera arrebatada
Hay un vacío en el que no se oyen las zapatillas. Y otro más profundo: el que disuelve nuestras manos. Y nuestro cuerpo. Y sólo flotan unos ojos que no lo parecen. Aunque daría lo mismo porque ya no pensamos con palabras que todo lo confunden.
Perdida en un café de esta ciudad de niebla y de soslayo, oyendo una música vieja que no sé dónde oí, respondo a esa canción, a ese olvidado lugar, que no envolvieron, respondo, no, que no envolvieron las sombras a la vida. Más diré