Perdida en un café de esta ciudad de niebla y de soslayo, oyendo una música vieja que no sé dónde oí, respondo a esa canción, a ese olvidado lugar, que no envolvieron, respondo, no, que no envolvieron las sombras a la vida. Más diré quienes fueron llegando por la senda de los últimos pasos: sembrador de ceniza, pasó primero el tiempo: la ciudad de la nieve, la del helecho ensangrentado, la de la piedra temblorosa. (Una bombilla cuelga de su cordón. Nunca vestida, es siempre la señal para salir.)
Vinieron los anuncios, las voces divergentes, más pares de zapatos cada año, más blusas, más abrigos: la montaña difusa que me hizo y destruí. Dejé mi taza a un lado, mis sombras, mis cepillos, todo eso que se fue amontonando a mis espaldas y quedarme en la luz bajo la luz -esa que cuelga del cordón desnudo-, del sitio en que no cae la ceniza y se reparte lo igual, que luego iría a repetirse y a ser gemelo en todo los reflejos: cajas y cajas con lo mismo, dentro una de otra hasta el color menudo que no se puede abrir y queda en montoncito sin misterio, del lado en que no cae ni se vierte el agua. Besa el arco bilabial del cristal y su sonido lo mismo que la lluvia besa el borde y el liquen de estas piedras en que ahora los que vienen de paso... Sobre estas piedras que rezuman agua, en estos campos que rezuman agua: agua que de ellos viene y sube al agua del cielo en el que el agua llueve. Dejé mi taza a un lado: de la casa los sitios que no usé -sillas, ángulos, huecos vertidos a la luz, a la ondulada mansedumbre del verde y su cautela; piedad de las esquinas, ausencia de los pasos que nunca di por el paciente suelo. La casa y su silencio con el sol de otra parte rasgando esta penumbra; los dragones dormidos en los signos de las páginas; la ausencia de los ojos que el tiempo ha desprendido de las cosas, vigilia serena de la luna en el cristal. La casa y su lenta ascensión- vienen en ahora, con las blusas que fui y sus roces pretéritos que no envolvieron, no, respondo ahora, las sombras, sino el tiempo y su lento capullo de certeza. Sí, rezuman agua las ventanas de mis dedos.
Ahora puedo decir: esto era la mayor parte de la vida. Lamento sin embargo, aunque no con excesiva pena, no haber tenido nunca un dormitorio, aunque por otra parte, qué podía yo hacer con tantos muebles y con tanta madera arrebatada
Hay un vacío en el que no se oyen las zapatillas. Y otro más profundo: el que disuelve nuestras manos. Y nuestro cuerpo. Y sólo flotan unos ojos que no lo parecen. Aunque daría lo mismo porque ya no pensamos con palabras que todo lo confunden.
Perdida en un café de esta ciudad de niebla y de soslayo, oyendo una música vieja que no sé dónde oí, respondo a esa canción, a ese olvidado lugar, que no envolvieron, respondo, no, que no envolvieron las sombras a la vida. Más diré