Hay un vacío en el que no se oyen las zapatillas. Y otro más profundo: el que disuelve nuestras manos. Y nuestro cuerpo. Y sólo flotan unos ojos que no lo parecen. Aunque daría lo mismo porque ya no pensamos con palabras que todo lo confunden. Además ¿para qué edificar un templo de un grito? Un grito que no suena en la expansión de las constelaciones. Un grito que no oye el pastor de planetas. Un grito que se llena, como un cubo, de huecos. Un templo que visitan arenas y huracanes. La boca ha gritado, ¿de qué huerto ha venido? ¿En qué lejana flor se hará otra vez silencio, historia no aprendida y vida sin pregunta? ¿En qué agua de otro tiempo se pulió la mandíbula y su origen? ¿En qué apagado sol se removió su cero antes del cero? Gritar: tan sólo un accidente, una arruga en el aire. Y un destrozo, un harapo de algo; un desgarrón superfluo desde el violento, desde el distraído que empuja, pisa y habla alto. No grita. Alto, sólo, habla. Se oye su voz pavorreal. Y el grito se desenrosca desde su sima profunda: un poquito de aire que, primero, tropieza con la esquina del pulmón, garganta arriba. Luego ulula, asalta la pared que contiene su infinitud, su triste desmesura, arañando su cárcel, resuelto en templo, ecos en frío crisopacio que se aleja, en el tiempo, de la boca: su nido. Y nada alrededor. La boca mueve sus alas sin sonido, sin sentido, entre el agua y el huerto, entre hueso temprano y légamo futuro, entre el cero y el cero. Entre el cero y su carga.
Ahora puedo decir: esto era la mayor parte de la vida. Lamento sin embargo, aunque no con excesiva pena, no haber tenido nunca un dormitorio, aunque por otra parte, qué podía yo hacer con tantos muebles y con tanta madera arrebatada
Perdida en un café de esta ciudad de niebla y de soslayo, oyendo una música vieja que no sé dónde oí, respondo a esa canción, a ese olvidado lugar, que no envolvieron, respondo, no, que no envolvieron las sombras a la vida. Más diré
Hay un vacío en el que no se oyen las zapatillas. Y otro más profundo: el que disuelve nuestras manos. Y nuestro cuerpo. Y sólo flotan unos ojos que no lo parecen. Aunque daría lo mismo porque ya no pensamos con palabras que todo lo confunden.