Madre... no me riñas,
que ya nunca vuelvo a ser malo...
No me riñas, madre...
que ya no vuelvo a llenarme de barro.
Madre... no me riñas,
que ya no vuelvo a manchar mi vestido blanco.
No he venido a cantar, podéis llevaros la guitarra.
No he venido tampoco,
ni estoy aquí arreglando mi expediente
para que me canonicen cuando muera.
He venido a mirarme la cara
en las lágrimas que caminan hacia el mar,
por el río y por la nube...
Y en las lágrimas que se esconden
en el pozo, en la noche
y en la sangre...
He venido a mirarme la cara
en todas las lágrimas del mundo.
Y también a poner una gota de azogue,
de llanto, una gota siquiera de mi llanto,
en la gran luna de este espejo sin límites,
donde me miren y se reconozcan los que vengan.
He venido a escuchar otra vez
esta vieja sentencia en las tinieblas:
Ganarás el pan con el sudor de tu frente
y la luz con el dolor de tus ojos.
Tus ojos son las fuentes del llanto y de la luz.