Soy ya tan viejo,
y se ha muerto tanta gente a la que yo he ofendido
y ya no puedo encontrarla
para pedirle perdón.
Ya no puedo hacer otra cosa
que arrodillarme ante el primer mendigo
y besarle la mano.
Yo no he sido bueno...
quisiera haber sido mejor.
Estoy hecho de un barro
que no está bien cocido todavía.
¡Tenía que pedir perdón a tanta gente!...
Pero todos se han muerto.
¿A quién le pido perdón ya?
¿A ese mendigo?
¿No hay nadie más en España...
en el mundo,
a quien yo deba pedirle perdón?...
Voy perdiendo la memoria
y olvidando las palabras...
Ya no recuerdo bien...
Voy olvidando... olvidando... olvidando...
pero quiero que la última palabra,
la última palabra, pegadiza y terca,
que recuerde al morir
sea esta: PERDÓN.
Casi todas estas piedras llegaron en días
de angustia,
de terror,
de desespero y desamparo.
Algunas en días de “Gracia”.
Ahora las veo serenamente
desde la fría altura de mis años,
desde mi vejez apaciguada.
Todos son juguetes:
las heridas, las lágrimas,
el veneno del áspid, la baba del tirano,
el hacha del verdugo...
Una pelota es esa cabeza cercenada.
Jugamos al nacimiento y a la muerte,
al soplo y a la llama,
al que me ves y no me ves...
al enciende y apaga la lámpara.
Pero a veces pienso que no son todo juguetes y que yo que
no he servido para ser
ni piedra de una lonja
ni piedra de una audiencia
ni piedra de un palacio
ni piedra de una iglesia...
Yo que en este mundo no he servido después de ochenta
años para nada... acaso sirva ahora todavía, como David,
para lanzar con la honda una de estas piedras, pequeñas y
ligeras, de mi zurrón —la más dura, la más pedernal... Tú,
piedra aventurera,
y dar justo, justo con ella
en la frente misma de Goliat.