Con la extática elevación de un alma, 
la luna en lo más alto de un cielo tibio y leve, 
forma la cima de la calma 
y eterniza el casto silencio de su nieve. 
Sobre el páramo de los techos 
se eriza una gata obscura; 
el olor de los helechos 
tiene una farmacéutica dulzura. 
Junto a una inmóvil canoa 
que al lago del parque cuenta íntimas vejeces, 
una rana croa 
como un isócrono cascanueces. 
Y una guitarra yace olvidada en la proa. 
Blanqueando vecindades halagüeñas 
en témpanos de cales inmaculadas, 
parecen lunares peñas 
las casas aisladas. 
La media noche, con suave mutismo, 
cava a las horas el fondo de su abismo. 
Y anunciando con sonora antonomasia, 
el plenilunio a su inmóvil serrallo, 
un telepático gallo 
saluda al sol antípoda del Asia. 
Entre taciturnos sauces, 
donde la esclusa 
abre sus líquidas fauces 
a la onda musical y confusa, 
concertando un eclógico programa 
de soledad y bosque pintoresco, 
gozamos el sencillo fresco 
de una noche en pijama. 
Con trivial preludio, 
que al azar de un capricho se dispersa y restaura, 
conturban la futilidad del aura 
los lejanos bemoles de un estudio. 
La luna obresora 
comienza a descender en su camino, 
cuando marca precisamente la hora 
la llave puntual de mi vecino. 
La luna, en su candor divino, 
va inmensamente virgen como Nuestra Señora. 
Vertiendo como un narcótico alivio 
con la extática infinitud de su estela, 
poco a poco se congela 
su luz, en un nácar tibio. 
En el agua obscura sobre la cual desfloca 
el sauce ribereño 
su cabellera agravada de sueño 
como un sorbete se deslíe una oca. 
Diluye un remo su líquido diptongo, 
el lago tiembla en argentino engarce, 
y una humedad de hongo 
por el ambiente se esparce. 
El luminoso marasmo, 
reintegra la existencia en lo infinito. 
Con temeroso pasmo, 
la vida invisible nos mira de hito en hito. 
En frialdad brusca, 
se siente la intimidad coeterna 
de un alma inédita que busca 
una gota de albúmina materna. 
La muerte, como un hálito nulo, 
Pasa junto a nosotros, y se siente su pausa, 
en el lúgubre disimulo 
del perro que cambia de sitio sin causa. 
Al resplandor yerto, 
la misma soledad se desencaja; 
y paralizado en la lunar mortaja. 
Diríase que el tiempo ha muerto. 
Cuando he aquí que poco a poco, 
en la próxima ventana, 
aparece la cabeza arcana 
del médico loco. 
Su mirada serena. 
Dice infortunios de romántico joven. 
Y es tan pura su pena. 
Que el abismo lunar lentamente se llena. 
De divino Beethoven...