Sintiendo vagar por su elegante persona
una desolada intimidad de hastío,
la bella solterona
(Treinta y ocho años, regio porte, un tanto frío
de beldad sajona)
desde el tocador ya bastante sombrío
vé morir un crepúsculo en el río,
y a su confidente suavidad se abandona.
La hora se purifica, llena de pesadumbre.
Una voz lejana interpela: ¡Pablo!... ¡Pablo!
Y un trasatlántico, solemne en la vislumbre.
Brama con ronca mansedumbre
como el buey en el establo.
El muelle desierto ábrese a ignotos emporios;
en algunos cables flotan piezas de ropa;
y hacia el azul rogado por Ángelus ilusorios,
el rancho marinero vaporiza su sopa.
Las dársenas, ya opacas de penumbras ligeras.
Se paralizan en lívidas charcas.
Y cubre las riberas
una taciturna quietud de barcas
extranjeras...
Con el sosiego artístico
de un cisne que dilata las acuáticas sedas,
un plenilunio místico
encanta en blanco lejanas arboledas.
La noble solitaria,
tiene las penas lógicas de ese cuadro tan propio;
y su inquietud pasionaria
asciende como una plegaria
hacia aquella luna de opio.
Su último amor se ha desvanecido
bajo el silencio de una dignidad sombría,
en la ilusión de un precoz marido
algo bachiller todavía.
El trivial jovenzuelo,
pasó junto a aquella insospechada fortuna,
como un transeúnte pasa mirando al cielo.
Por episodios de estos llora más de una.
Fué aquella noche fatal, noche de luna
también. Un sauce palidecía hoja por hoja
en el jardín. Y en el balcón obscuro,
vestida de blanco palpitaba su congoja.
El fumaba pausadamente su puro.
Hablaron algo de crónica mundana;
de Lohengrín que tuvo este año un mal reparto;
del casamiento de Lucía Quintana...
Pero a las once menos cuarto.
El joven, decididamente inepto,
murmuró, «señorita...»
y concluyó su visita
como siempre. ¡Ah, la eternidad de este concepto!
¡Siempre! Y su alma sombría y tierna,
como humedad volátil se le hiela en la frente.
Con dulzura casi materna.
Evoca el par de ligas que estrenó inútilmente...
Su falda violeta.
Emanaba el perfume inherente;
y en el jardín, al lado de la habitual glorieta,
comentaba su languidez secreta
la melancólica frivolidad de la fuente.
Piensa con angustia nimia,
que ha sido necia su esquivez bisoña;
la pérfida alquimia
de la luna, la emponzoña,
y mientras en el parque macilento.
Hila la fuente el lírico cristal de su chorro,
su albo cuerpo asume un mal pensamiento,
como un lirio que traga un abejorro.
Sin duda el ingrato ronda las escuelas,
incendiario el ojo, el alma pronta,
buscando a las insípidas chicuelas
con su moño en la nuca y su vanidad tonta.
Mas, ante la pureza de su propia amargura.
Su alma abandonando las terrestres querellas,
se profundiza en lágrimas, como una noche obscura
en estrellas.
El lánguido paisaje.
Le da la certidumbre de la nada.
¡Quién la creyera en su alto linaje,
tan sentimental y tan desdichada!
Bajo el dolor exánime que la enerva
ante la sandez del joven libertino,
—con una compasiva docilidad de cierva—
siente que simboliza su destino.
La sonrisa fútil é infinita
de una estampa siglo dieciocho,
sobre una viejecita
que roe un bizcocho...