Con el corazón y la cabeza
en incompatible matrimonio,
el buen pescador busca un testimonio
a sus frustrados sueños, en su propia tristeza.
Su poético desvarío,
dos años ha que refresca
en el desamparo azul del lago frío,
el injusto fracaso de tal pesca.
Es por la noche, cuando en éxtasis de blancura
el astro nocturno desciende macilento
como un témpano de luz por la hondura
líquida del firmamento.
A lo lejos canta un acueducto.
En consonancia con sus penas,
y si bien el anzuelo nunca le dá producto,
lo cierto es que ha visto las sirenas.
Bogan muy cerca de la superficie
blancas y fofas como enormes hongos,
o deformando en desconcertante molicie
sus cuerpos como vagos odres oblongos.
Surgen aquí y allá, suavemente sensuales.
Un sedeño vientre, un seno brusco,
qué bien pronto disuélvense en los hondos cristales
con fosfórica putrefacción de molusco.
Otras nadan más hondas,
en lenta congelación de camelias,
difluyendo con vagas sutilidades blondas,
cabelleras boreales de hipnóticas Ofelias.
Flotan en lo profundo como en una hamaca,
y la luna les pinta con su habitual ingenio,
bajo angustiosas órbitas de cara flaca,
azules párpados de proscenio.
Alguna que pasa
bajo un tembloroso suspiro de gasa,
con repentina oferta
en breve copo su cendal anuda,
para quedarse temblando desnuda
y al amoroso polen de la luna, entreabierta.
Sin saberse de dónde,
brota una gigantesca llenando el lago.
Pero, felizmente, luego se esconde
entre lactescencias de un ópalo vago.
Colmó la esmeralda umbría
de las nocturnas aguas, su anca gorda,
¡Cómo el lago no desborda
con tan enormes damas de la mitología!
en cambio hay más de una,
cuya desnudez, en volátil anemia,
no es más que un poco de luna
en la curva de un cristal de Bohemia.
Y otras son finas
como porcelanas art nouveau para regalo;
con un tembloroso halo
que bien pronto las funde en linfas opalinas.
Aunque cada noche hermosa
las ve nadar en el agua lenta.
Con el alma sedienta
como una arena amorosa,
el buen pescador tiene ideas bien grises.
En cuanto
a su proyecto tan próximo al desencanto;
y como ha seguido el método de Ulises,
nunca pudo oír el hechicero canto.
A veces bien quisiera ser su émulo
y deleitarse con las anfibias sopranos,
pero el terror de los antiguos arcanos
lo paraliza en un mutismo trémulo.
En tanto, ¿por qué extraña carambola,
a pesar de tanto desvelo,
el constante anzuelo
no ha podido pescar una sola?
en vano lo pregunta al seto,
a la espuma, a las ondas tersas
(Como es de estilo) nunca sabrá que su secreto
está ¡oh, lector! en las nubes diversas.
«Le bastaría mirar el firmamento...»
sí, pero incurre en la pertinacia
de no mirarlo. Esta es la gracia.
Y también la razón de su descontento.
«La bola de la luna, en acto tan sencillo»
«Fuera a su deplorable enojo»
«Como pedrada en ojo»
«De boticario...» ¡Abominable chascarrillo
que le causa grima y sonrojo!
«Las nubes se reflejan en el agua»
«Es así que hay nubes sobre ese estanque; luego...»
sin duda que de tal modo se fragua
un argumento enteramente griego;
mas, oh lector, concéntrate en ti mismo
y juzga de esas penas con tu alma fuerte:
si fuesen capaces del silogismo
¿Habría allá un pescador de tal suerte?...
Lo malo es que una noche de ideas más perplejas,
se destapa de pronto las orejas.
Oye, naturalmente, el canto maldito,
arrójase —homérida— al agua sinfónica,
y como dirá la crónica.
Pone fin a sus días sin dejar nada escrito
Por ello, al influjo de tan triste fortuna,
un llanto sublime sus mejillas tala.
Y su lánguido suspiro se aduna
al simétrico rizo que resbala
sobre el lago temblado suavemente de luna,
como un piano de cola por una leve escala.