La miseria se ríe con sórdida chuleta, su perro lazarillo le regala un festín. En sus funambulescos calzones va un poeta, y en su casaca el huérfano que tiene por delfín.
El hambre es su pandero, la luna su peseta y el tango vagabundo su padre nuestro. Crin de león, la corona. Su baldada escopeta de lansquenete impávido suda un fogoso hollín.
Va en dominó de harapos, zumba su copla irónica. Por antifaz le presta su lienzo la Verónica. Su cuerpo, de llagado, parece un huerto en flor.
Y bajo la ignominia de tan siniestra cáscara, Cristo enseña a la noche su formidable máscara de cabellos terribles, de sangre y de pavor.
Érase una caverna de agua sombría el cielo; el trueno, a la distancia, rodaba su peñón; y una remota brisa de conturbado vuelo, se acidulaba en tenue frescura de limón.
Ante mi ventana, clara como un remanso de firmamento, la luna repleta, se puso con gorda majestad de ganso a tiro de escopeta. No tenía rifle, ni nada que fuera más o menos propio para la caza; pero un mercachifle habíame vendido un telescopio.
Las chicas del tenis, en grupos parejos, agracian de blanco la pradera verde que flora en un polen de sol, y a lo lejos en serenidades azules se pierde.