Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman, parece como el viento que se mece en otoño sobre adolescentes mutilados, mientras las manos llueven, manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas, cataratas de manos que fueron un día flores en el jardín de un diminuto bolsillo.
Las flores son arena y los niños son hojas, y su leve ruido es amable al oído cuando ríen, cuando aman, cuando besan, cuando besan el fondo de un hombre joven y cansado porque antaño soñó mucho día y noche.
Mas los niños no saben, ni tampoco las manos llueven como dicen; así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños, invoca los bolsillos que abandonan arena, arena de las flores, para que un día decoren su semblante de muerto.
Soñábamos algunos cuando niños, caídos en una vasta hora de ocio solitario bajo la lámpara, ante las estampas de un libro, con la revolución. Y vimos su ala fúlgida plegar como una mies los cuerpos poderosos.
Acaso allí estará, cuatro costados bañados en los mares, al centro la meseta ardiente y andrajosa. Es ella, la madrastra original de tantos, como tú, dolidos de ella y por ella dolientes.
Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. Todo contribuía alrededor mío, durante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia en lo permanente: la casa familiar inmutable, los accidentes idénticos de mi vida.
¿Recuerdas tú, recuerdas aun la escena a que día tras día asististe paciente en la niñez, remota como sueño de alba? El silencio pesado, las cortinas caídas, el círculo de luz sobre el mantel, solemne como paño de altar, y alrededor sentado
Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman, parece como el viento que se mece en otoño sobre adolescentes mutilados, mientras las manos llueven, manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas, cataratas de manos que fueron un día